"2. El diálogo personal con Dios como oración de la Iglesia
¡El alma de cada hombre es templo de Dios! Esta frase nos abre horizontes totalmente nuevos. La vida de oración de Jesús es la clave para la comprensión de la oración de la Iglesia. Ya hemos visto que Cristo participó en el Culto Divino público y legalmente establecido de su pueblo (es decir, en lo que llamamos normalmente “liturgia”). Él puso ese culto en íntima comunicación con la ofrenda de su vida, dándole de esa manera su sentido total y propio (el de acción de gracias de la creación al Creador) y de esa manera llevó la liturgia del Antiguo Testamento a su realización y transformación en el Nuevo.
Cristo, sin embargo, no participó solamente del culto público. Los Evangelios nos cuentan, quizá con más frecuencia aún, que Cristo oraba solo, en el silencio de la noche, sobre las colinas o en la soledad del desierto. Su vida pública fue precedida por cuarenta días y cuarenta noches de oración en el desierto (Mt 4,1-2). Antes de elegir y enviar a predicar a los doce apóstoles se retiró a la soledad de un monte para orar (Lc 1,12). En el monte de los olivos se preparó para el camino del Gólgota. Lo que Él dijo al Padre en esa hora difícil de su vida nos fue revelado en unas pocas palabras, palabras que nos han sido dadas como guías en nuestras horas de Getsemaní: “Padre, si es posible que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42). Esas palabras son como un rayo de luz, que por un momento nos dejan entrever la vida interior de Jesús, el misterio inconmensurable de su ser divino y humano en diálogo con el Padre. Sin duda alguna que ese diálogo se extendió a lo largo de toda la vida y nunca fue interrumpido.
Cristo oraba interiormente no sólo cuando se alejaba de la multitud, sino también cuando estaba en medio de los hombres. Pero una vez nos dio una larga y profunda visión de ese misterioso diálogo. No fue mucho antes de la hora del monte de los olivos, más precisamente, justo antes de ponerse en camino hacia allí, al acabar la Última Cena, en la hora en que nosotros consideramos que nació la Iglesia. “Y Él, que había amado a los suyos... los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Cristo sabía muy bien que ese sería su último encuentro y por eso quiso darles aún todo cuanto podía; sabía también, sin embargo, que ellos no podrían soportarlo ni entenderlo. Primero habría de venir el Espíritu de la verdad para abrirles los ojos. Y después de haber dicho y hecho todo lo que Él había de hacer y de decir elevó los ojos al cielo y habló en presencia de ellos con el Padre. Esa oración la llamamos la oración de Cristo Sumo Sacerdote, pues también esa oración tenía su imagen en el Antiguo Testamento.
Una vez al año, en el día más santo y solemne, en el día de la Expiación, entraba el sumo sacerdote en el Santuario y se postraba ante la presencia de Dios para orar por sí mismo, por su casa y por toda la comunidad de Israel, para rociar el trono de la gracia con la sangre del ternero y del macho cabrío que había sacrificado anteriormente, para expiar sus propios pecados y los de su casa y para preservar al Santuario de las impurezas de los hijos de Israel, de sus faltas y transgresiones.
Nadie podía estar en la Tienda (en el ámbito sagrado frente al Santo de los Santos) cuando el sumo sacerdote se postraba en ese santo lugar en presencia de Dios. El sumo sacerdote era el único que tenía acceso a ese recinto y solamente a una hora determinada. En esa ocasión había de ofrecer el incienso “... para que la nube de incienso envuelva el propiciatorio que está encima del Testimonio y no muera” (Lev 16,13). En el más profundo misterio se realizaba entonces ese diálogo. El día de la Expiación es la imagen veterotestamentaria del Viernes Santo. El cordero que era degollado por los pecados del pueblo representaba al Cordero de Dios inmaculado, así como aquel otro que, determinado por la suerte y cargado con los pecados del pueblo, era enviado al desierto. También el sumo sacerdote de la casa de Aarón representa la imagen del Sacerdote eterno, Jesucristo. Así como Cristo en la Última Cena anticipó su sacrificio, de la misma manera anticipaba Él la oración sacerdotal".
¡El alma de cada hombre es templo de Dios! Esta frase nos abre horizontes totalmente nuevos. La vida de oración de Jesús es la clave para la comprensión de la oración de la Iglesia. Ya hemos visto que Cristo participó en el Culto Divino público y legalmente establecido de su pueblo (es decir, en lo que llamamos normalmente “liturgia”). Él puso ese culto en íntima comunicación con la ofrenda de su vida, dándole de esa manera su sentido total y propio (el de acción de gracias de la creación al Creador) y de esa manera llevó la liturgia del Antiguo Testamento a su realización y transformación en el Nuevo.
Cristo, sin embargo, no participó solamente del culto público. Los Evangelios nos cuentan, quizá con más frecuencia aún, que Cristo oraba solo, en el silencio de la noche, sobre las colinas o en la soledad del desierto. Su vida pública fue precedida por cuarenta días y cuarenta noches de oración en el desierto (Mt 4,1-2). Antes de elegir y enviar a predicar a los doce apóstoles se retiró a la soledad de un monte para orar (Lc 1,12). En el monte de los olivos se preparó para el camino del Gólgota. Lo que Él dijo al Padre en esa hora difícil de su vida nos fue revelado en unas pocas palabras, palabras que nos han sido dadas como guías en nuestras horas de Getsemaní: “Padre, si es posible que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42). Esas palabras son como un rayo de luz, que por un momento nos dejan entrever la vida interior de Jesús, el misterio inconmensurable de su ser divino y humano en diálogo con el Padre. Sin duda alguna que ese diálogo se extendió a lo largo de toda la vida y nunca fue interrumpido.
Cristo oraba interiormente no sólo cuando se alejaba de la multitud, sino también cuando estaba en medio de los hombres. Pero una vez nos dio una larga y profunda visión de ese misterioso diálogo. No fue mucho antes de la hora del monte de los olivos, más precisamente, justo antes de ponerse en camino hacia allí, al acabar la Última Cena, en la hora en que nosotros consideramos que nació la Iglesia. “Y Él, que había amado a los suyos... los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Cristo sabía muy bien que ese sería su último encuentro y por eso quiso darles aún todo cuanto podía; sabía también, sin embargo, que ellos no podrían soportarlo ni entenderlo. Primero habría de venir el Espíritu de la verdad para abrirles los ojos. Y después de haber dicho y hecho todo lo que Él había de hacer y de decir elevó los ojos al cielo y habló en presencia de ellos con el Padre. Esa oración la llamamos la oración de Cristo Sumo Sacerdote, pues también esa oración tenía su imagen en el Antiguo Testamento.
Una vez al año, en el día más santo y solemne, en el día de la Expiación, entraba el sumo sacerdote en el Santuario y se postraba ante la presencia de Dios para orar por sí mismo, por su casa y por toda la comunidad de Israel, para rociar el trono de la gracia con la sangre del ternero y del macho cabrío que había sacrificado anteriormente, para expiar sus propios pecados y los de su casa y para preservar al Santuario de las impurezas de los hijos de Israel, de sus faltas y transgresiones.
Nadie podía estar en la Tienda (en el ámbito sagrado frente al Santo de los Santos) cuando el sumo sacerdote se postraba en ese santo lugar en presencia de Dios. El sumo sacerdote era el único que tenía acceso a ese recinto y solamente a una hora determinada. En esa ocasión había de ofrecer el incienso “... para que la nube de incienso envuelva el propiciatorio que está encima del Testimonio y no muera” (Lev 16,13). En el más profundo misterio se realizaba entonces ese diálogo. El día de la Expiación es la imagen veterotestamentaria del Viernes Santo. El cordero que era degollado por los pecados del pueblo representaba al Cordero de Dios inmaculado, así como aquel otro que, determinado por la suerte y cargado con los pecados del pueblo, era enviado al desierto. También el sumo sacerdote de la casa de Aarón representa la imagen del Sacerdote eterno, Jesucristo. Así como Cristo en la Última Cena anticipó su sacrificio, de la misma manera anticipaba Él la oración sacerdotal".
(Edith Stein, La oración de la Iglesia).
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