Siempre igual: cuando se proclama el Evangelio de este domingo (“lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre... Si uno se divorcia y se une a otra mujer comete adulterio...”) no falta quien se llega a la sacristía a decirte que “eres muy duro”, ¡y sólo he glosado el Evangelio para hablar de la indisolubilidad, del sentido del amor abierto a la entrega y al sacrificio y no sólo al amor romántico-sentimental que es inconsistente y fugaz!
El matrimonio es una realidad santa, querida por Dios, elevada a sacramento, santificada por su gracia. A los oídos católicos incluso les resulta duro este Evangelio, y no lo llegan a comprender basados en la superficie de un Jesús que es amor, un liberal que admite que si desaparece el amor, el divorcio es una salida razonable. ¡Los mismos católicos los piensan así!
Pero pierden de vista la realidad natural y sobrenatural del matrimonio. No se cimienta en los sentimientos, sino en la fidelidad de Dios y en la mutua entrega, que incluye el sacrificio, así como el amor de Jesucristo le llevó incluso a la cruz por fidelidad. Nadie dice que el matrimonio sea fácil ni camino de rosas, pero sí se dice –hay que decir- que la fidelidad y entrega sacrificial del matrimonio fundando una Iglesia doméstica se puede sostener con la gracia de Dios, con la vida de oración, con el recurso frecuente al sacramento de la Penitencia y la participación en la Eucaristía. Estos son los pilares para constituir el matrimonio en su verdad y belleza: una vocación, un camino de santidad.
Recordemos la doctrina de la Gaudium et spes sobre el matrimonio: “Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia. De esta manera, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19,6), con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad.
Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia... Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación” (GS 48).
La liturgia matrimonial recuerda claramente esta indisolubidad y el sentido santificador del matrimonio. En la fórmula de consentimiento es evidente: “te recibo a ti como esposa y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida” (RM 66). También en el prefacio de la Misa ritual:
“Que con el yugo suave delamor
y el vínculo indisoluble de la unidad,
hiciste más fuerte la alianza nupcial,
para que aumenten los hijos de tu adopción
por la honesta fecundidad de los esposos.
Tu providencia, Señor, y tu amor
lo dispuso así de modo tan admirable,
que el nacer llena la tierra
y el renacer aumenta tu Iglesia” (RM 365),
y por supuesto la solemne y epiclética bendición nupcial, después del Padrenuestro:
“Oh Dios, que con tu poder creaste todo de la nada,
y, desde el comienzo de la creación,
hiciste al hombre a tu imagen
y le diste la ayuda inseparable de la mujer,
de modo que ya no fuesen dos, sino una sola carne,
enseñándonos que nunca será lícito separar
lo que quisiste fuera una sola cosa.
Oh Dios, que consagraste la alianza matrimonial
con un gran Misterio
y has querido prefigurar en el Matrimonio
la unión de Cristo con la Iglesia.
Oh Dios que unes la mujer al varón
y otorgas a esta unión,
establecida desde el principio,
la única bendición
que no fue abolida
ni por la pena del pecado original,
ni por el castigo del diluvio...” (RM 82).
Que gran misterio es la alianza matrimonial, por los valores de esta unión indisoluble trabajamos muchos cristianos.
ResponderEliminarLos matrimonios tenemos que entregarnos mutuamente, nada mas y nada menos, que como Cristo se entregó por su Iglesia.
Cuanta oración tenemos que hacer para imitar a Cristo, es la única manera de vivir este gran misterio, estoy convencido de ello, pero en ocasiones que trabajo cuesta.