miércoles, 28 de octubre de 2009

Estamos muy ocupados: ¡Pues más tiempo de oración!


Hay mucho que hacer. Muchas son las prisas, escaso el tiempo. Las ocupaciones son multiplican. Van tirando de nosotros de un lado y de otro y sentimos el agobio de no rendir más, no de estar a la altura de lo que los demás esperan de nosotros. Empecemos a dejar cosas para más adelante, para cuando se tenga algo de tiempo. El trabajo es absorbente, los desplazamientos una pérdida de tiempo pensando en llegar con puntualidad. Un largo etcétera se podría añadir, el largo etcétera que cada cual conoce de su propia jornada y obligaciones familiares, laborales, etc. En la vida eclesial, reuniones tras reuniones, el tiempo de apostolado, la formación cristiana y la catequesis de adultos. Pasa el día y queda la sensación de que no hemos hecho nada aun cuando no hemos parado ni un momento.

Y, ¿cuál sería la tentación? La tentación fundamental es arrinconar la oración, sin un orden fijo, para cuando haya un momento libre, ¡que nunca llega! La tentación es no encontrar el momento oportuno de llegarse a una iglesia y visitar a Jesús en el Sagrario, de no ver la hora en que diariamente me pudo acercar a participar de la Santa Misa. El desorden interior y las múltiples ocupaciones llegan a convencernos de que carecemos de tiempo para la oración, que antes hay que gestionar los asuntos pendientes. ¿Seguro?

La oración personal, el trato con la Persona de Jesucristo, ya sea por la mañana o al atardecer, garantizan que las energías de nuestro corazón no se dispersen en las actividades, sino que se concentran en un centro superior, en el vértice ideal de nuestra vida: ¡Jesucristo! La oración asegura el discernimiento de nuestras actividades, que pasadas por la criba de la oración, manifiestan su valor real, su importancia y rectitud. La oración permite el dominio de uno mismo (fruto del Espíritu) e impide que seamos arrastrados por el agobio o por el estrés, sino que fecunda nuestra personalidad, dándonos serenidad, y por tanto, convierte el tiempo de nuestro trabajo en tiempo mucho más sereno y, por ser más sereno, más fecundo en todos los órdenes. En la oración diaria ofrecemos al Corazón de Jesús nuestros trabajos, proyectos, sacrificios e ilusiones como ofrenda y reparación. En la oración diaria sentimos internamente cuál es la voluntad de Dios para la jornada, lo que hemos de hacer, cómo hacerlo, qué decir y qué callar, cuáles son las prioridades.

“Para un cristiano orar no equivale a evadirse de la realidad y de las responsabilidades que implica, sino asumirlas a fondo, confiando en el amor fiel e inagotable del Señor... La oración no es algo accesorio, algo opcional; es cuestión de vida o muerte. En efecto, sólo quien ora, es decir, quien se pone en manos de Dios con amor filial, puede entrar en la vida eterna, que es Dios mismo” (Benedicto XVI, Ángelus, 4-marzo-2007).

Diariamente, con un orden fijo, un plan de vida, la oración es espacio de salud espiritual y también psicológica. Es santificación. La oración diaria, la visita al Sagrario y la Misa diaria harán fecundo nuestro tiempo y nuestras muchas obligaciones durante el curso.

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