Siempre he pensado que hay que guardar para cuando no haya. En la vida espiritual esto es igualmente regla inexorable, porque para edificar la torre de nuestra vida hemos de calcular si podemos y tenemos los medios y preparar una buena cimentación. Todo ha de ser cimentado en la oración, y en eso, probablemente, todos estaremos de acuerdo.
Mas no todos los momentos de nuestra vida, por etapas, por épocas, por obligaciones, nos permiten y facilitan una oración sosegada y honda; a veces, las obligaciones son ocupaciones que no se pueden declinar (una madre cuidando a sus niños pequeños, o un sacerdote que atiende más ministerios de la cuenta, pero que es por mandato del obispo). ¿Qué hacer? Asimismo la vida de oración no es siempre lineal y ascendente, progresando siempre de luz en luz, de consuelo en consuelo: muchas veces se tienen que dar períodos de sequedad, de oscuridad, donde no se sabe muy bien qué hacer ante el Señor, ni qué orar. ¿Cómo lo solventaremos?
Pues... habrá que guardar para cuando no haya. Es decir, hay determinados momentos de la vida, o etapas o épocas, en que la oración es fluida, llena de luz, de consolación, de presencia de Cristo, de visita del Señor a nuestras almas; épocas -de formación, de preparación...- donde el tiempo de oración está reglamentado y es cotidiano un espacio amplio de oración: ¡¡Cómo hay que aprovechar y cuidar esos momentos y esas etapas!!, porque muchas veces tendremos que vivir de esos encuentros profundos con Cristo, y alimentarnos de lo que una vez el Señor nos dio, y saber de la Presencia de Cristo no porque actualmente se sienta, sino porque hubo muchos momentos tiempo atrás en que vimos esa presencia, la palpamos, la sentimos, la gozamos.
Esos momentos -etapa de formación en seminarios, noviciados, movimientos o comunidades, encuentros de oración o retiros parroquiales- son momentos de gracia, espacios privilegiados de la acción de Cristo que hay que mimar para cuando vengan otros momentos de aridez, oscuridad o falta real de tiempo para mayor tiempo de oración. Acordémonos de José y los graneros de Egipto, llenos los 7 años de vacas gordas para aprovisionar cuando vinieran los 7 años de vacas flacas y escuálidas.
En esos momentos de luz y gracia, hemos de recordar lo que vivimos con Cristo, guardar sus palabras en el corazón, meditarlas y grabar en nosotros sus sentidos, retener lo que recibimos en la oración y tal vez no comprendemos porque llegará el momento en que se nos revelará, lo entenderemos y nos alimentaremos de lo que tiempo atrás Cristo nos dio.
"Graba mis palabras en tu corazón y medítalas una y otra vez con diligencia, porque tendrás gran necesidad de ellas en el momento de la tentación. Lo que no entiendas cuando leas lo comprenderás el día de mi visita" (Imitación de Cristo, 3,3).
Vivamos profundamente la oración cuando tengamos esas horas de Sagrario de forma continuada. Tal vez sea lo único que nos sostenga en otros momentos de desierto.
Mas no todos los momentos de nuestra vida, por etapas, por épocas, por obligaciones, nos permiten y facilitan una oración sosegada y honda; a veces, las obligaciones son ocupaciones que no se pueden declinar (una madre cuidando a sus niños pequeños, o un sacerdote que atiende más ministerios de la cuenta, pero que es por mandato del obispo). ¿Qué hacer? Asimismo la vida de oración no es siempre lineal y ascendente, progresando siempre de luz en luz, de consuelo en consuelo: muchas veces se tienen que dar períodos de sequedad, de oscuridad, donde no se sabe muy bien qué hacer ante el Señor, ni qué orar. ¿Cómo lo solventaremos?
Pues... habrá que guardar para cuando no haya. Es decir, hay determinados momentos de la vida, o etapas o épocas, en que la oración es fluida, llena de luz, de consolación, de presencia de Cristo, de visita del Señor a nuestras almas; épocas -de formación, de preparación...- donde el tiempo de oración está reglamentado y es cotidiano un espacio amplio de oración: ¡¡Cómo hay que aprovechar y cuidar esos momentos y esas etapas!!, porque muchas veces tendremos que vivir de esos encuentros profundos con Cristo, y alimentarnos de lo que una vez el Señor nos dio, y saber de la Presencia de Cristo no porque actualmente se sienta, sino porque hubo muchos momentos tiempo atrás en que vimos esa presencia, la palpamos, la sentimos, la gozamos.
Esos momentos -etapa de formación en seminarios, noviciados, movimientos o comunidades, encuentros de oración o retiros parroquiales- son momentos de gracia, espacios privilegiados de la acción de Cristo que hay que mimar para cuando vengan otros momentos de aridez, oscuridad o falta real de tiempo para mayor tiempo de oración. Acordémonos de José y los graneros de Egipto, llenos los 7 años de vacas gordas para aprovisionar cuando vinieran los 7 años de vacas flacas y escuálidas.
En esos momentos de luz y gracia, hemos de recordar lo que vivimos con Cristo, guardar sus palabras en el corazón, meditarlas y grabar en nosotros sus sentidos, retener lo que recibimos en la oración y tal vez no comprendemos porque llegará el momento en que se nos revelará, lo entenderemos y nos alimentaremos de lo que tiempo atrás Cristo nos dio.
"Graba mis palabras en tu corazón y medítalas una y otra vez con diligencia, porque tendrás gran necesidad de ellas en el momento de la tentación. Lo que no entiendas cuando leas lo comprenderás el día de mi visita" (Imitación de Cristo, 3,3).
Vivamos profundamente la oración cuando tengamos esas horas de Sagrario de forma continuada. Tal vez sea lo único que nos sostenga en otros momentos de desierto.
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