miércoles, 21 de octubre de 2009

Evangelización, misión y misiones


El Señor envió a sus apóstoles, antes de su Ascensión, a predicar el Evangelio, enseñando a todos a guardar todo lo que Él mandó y bautizar para sumergirlos en el Misterio de Dios, dándoles la vida divina e incorporándolos a la Iglesia. Generaciones sin número entendieron así el mandato misionero de Cristo y desde el mismo día de Pentecostés, se convirtieron en osados apóstoles en las zonas paganas, yendo siempre más lejos, "mar adentro", con tal de que Cristo fuese conocido y amado y pudiera seguir salvando. Nada antepusieron a Cristo. Con nada confundieron la misión apostólica. Y así casi hasta nuestros días. La misión es explícitamente cristocéntrica y eclesial. Sin imposiciones, pero con la valentía apostólica de hablar de Cristo. Cuando en el tejido eclesial entra la secularización, se trastoca el orden misionero en muchísimos casos para identificar la misión única y exclusivamente con las obras de desarrollo humano, de progreso social, reduciéndose la misión a la filantropía anónima, al voluntariado social tal como tantas ONG y otras organizaciones realizan. Incluso aún hoy, cuando se escucha hablar de las misiones, lo único que se presenta es la obra social, pensando que sin hablar de Cristo porque no se considera necesario, tal vez lleguen los demás a la fe. Las obras de desarrollo son insuficientes para responder al mandato tan claro de Jesucristo. "La misión, si no está animada por el amor, se reduce a actividad filantrópica y social. A los cristianos, en cambio, se aplican las palabras del apóstol san Pablo: "El amor de Cristo nos apremia" (2 Co 5, 14). La misma caridad que movió al Padre a mandar a su Hijo al mundo, y al Hijo a entregarse por nosotros hasta la muerte de cruz, fue derramada por el Espíritu Santo en el corazón de los creyentes. Así, todo bautizado, como sarmiento unido a la vid, puede cooperar a la misión de Jesús, que se resume en llevar a toda persona la buena nueva de que "Dios es amor" y, precisamente por esto, quiere salvar el mundo.

La misión brota del corazón: quien se detiene a rezar ante el Crucifijo, con la mirada puesta en el costado traspasado, no puede menos de experimentar en su interior la alegría de saberse amado y el deseo de amar y de ser instrumento de misericordia y reconciliación... La misión brota siempre de un corazón transformado por el amor de Dios, como testimonian innumerables historias de santos y mártires, que de modos diferentes han consagrado su vida al servicio del Evangelio.

La misión es, por tanto, una obra en la que hay lugar para todos: para quien se compromete a realizar en su propia familia el reino de Dios; para quien vive con espíritu cristiano su trabajo profesional; para quien se consagra totalmente al Señor; para quien sigue a Jesús, buen Pastor, en el ministerio ordenado al pueblo de Dios; para quien, de modo específico, parte para anunciar a Cristo a cuantos aún no lo conocen" (Benedicto XVI, Ángelus, 22-octubre-2006).

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