Un 24 de agosto de 1562 comenzó la reforma teresiana: se fundó el convento descalzo de San José de Ávila. Y ya santa Teresa no paró. Lejos de los discursos demagógicos, de reuniones y revisiones de planes pastorales, lejos de analizar las cosas con miras humanas y estructuras externas, ella simplemente, sin atacar a nadie, en silencio, simplemente fundó Carmelos descalzos para que lo poco que allí se pudiera hacer, sirviera para el bien de la Iglesia y de las almas. Ningún atisbo de disenso, ni contestación al Magisterio, ni ese falso profetismo (denuncia profética) que tanto se ve de unos años acá. Tan sólo posibilitar mayor perfección y seguimiento de Cristo a quien lo quisiere.
En un período muy concreto, el siglo XVI, y con una obra precisa, la Reforma Católica, se ve cómo y hasta qué punto se cumple las palabras de Benedicto XVI sobre los santos en cuanto verdaderos reformadores:
“En las vicisitudes de la historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han remontado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales siempre está en peligro de precipitarse; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar –tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar la obra de la creación: “Y era muy bueno”...
Sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo... No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo, y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos, si no es el amor?” (Discurso en la vigilia de los jóvenes, Colonia (Alemania), 20-agosto-2005).
La reforma católica no consistió ni mucho menos en cánones y decretos solamente; hay que añadir, por supuesto, a los grandes santos, los apóstoles de gran talla humana y espiritual, las nuevas corrientes eclesiales que cristalizaron en Órdenes y nuevas ramas de la vida religiosa. La reforma la protagonizaron los santos.
Los grandes santos de la Reforma coinciden casi todos en un gran programa de reformas. No son espiritualidades intimistas y privadas, sino muy dinámicas, apostólicas, con claro sentido misionero y evangélico, profundamente eclesiales, y con perfiles del más sano humanismo cristiano; las medidas reformistas y el programa apostólico, ¡qué duda cabe!, tienen el sustrato de unas líneas espirituales comunes a santos muy distintos entre sí por vocación y estado de vida, pero que son hijos fieles de su Iglesia e influidos por su época y circunstancias históricas. Y respondieron a esas circunstancias, dóciles a Dios, discerniendo lo que hoy llamaríamos “signo de los tiempos”. En cierto modo, y salvando las precisiones que sean necesarias, podríamos hablar de un espíritu de la Reforma y, por ende, de una espiritualidad de la Reforma.
Con estas circunstancias, animada santa Teresa por un grupo de religiosas y seglares, con mociones interiores del Espíritu, terminando el Concilio de Trento, y como último empuje, la noticia de que el General Rubeo va a cursar visita a España para la reforma de la Orden del Carmelo, Teresa de Jesús comenzará su primer monasterio reformado, ajustándose a las normas más primitivas, con número restringido de monjas, prioridad de la oración contemplativa, pobreza, buenos confesores y estricta clausura.
Recibe Santa Teresa una inspiración clara del Señor, una moción a la que no podrá resistirse:
“Haviendo un día comulgado, mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monesterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San Josef… y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor, y que, aunque las relisiones estavan relajadas, que no pensase se servía poco en ellas; que qué sería de el mundo si no fuese por los relisiosos” (V 32,11).
Volver a la Regla primitiva, vivir sin renta, en estricta clausura según los decretos de Trento, contemplación y penitencia, y que fuere convento y no monasterio grande, cuidando mucho la oración mental, sirviendo a Dios en esos “tiempos recios” que le tocó vivir, con gran sed por la redención de las almas, por la inmolación, llamémosla “misionera”, del Carmelo descalzo, como se despertó en Santa Teresa después de escuchar al franciscano Fray Alonso Maldonado la situación evangelizadora en las Américas.
El deseo de Teresa de Ávila, su ímpetu ardiente, marcó el estilo de la reforma carmelitana: “Determiné… seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas, que están aquí, hiciesen lo mismo” (C 1,2).Y la eclesialidad como trasfondo: “Procuremos ser tales que valgan nuestras oraciones para ayudar a estos siervos de Dios” (C 3,2); “estando encerradas peleamos por Él” (C 3,5); “Pedir a Su Majestad mercedes, y rogarle por la Iglesia” (V 15,7).
Teresa fundadora y reformadora: fue el fruto del encuentro con Cristo y de la respuesta que dio con su vida a lo que el Señor requería de ella para bien de la Iglesia en momentos de crisis, de relajación en la vida religiosa y de impulso reformista. Es la mística eclesial de santa Teresa de Jesús; es la reforma de la Iglesia generando orantes, contemplativos, perfección de vida. ¡La reforma sólo la pueden hacer los santos! ¡La renovación de la Iglesia se hace si hay orantes, contemplativos, místicos, con gran sentido eclesial!
Su primer monasterio, San José de Ávila, el 24 de agosto de 1562. Hoy lo recordamos.
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