¡Dame, esclavo, el plectro para cantar a la asamblea de los fieles un poema dulce y melodioso: las hazañas insignes de Cristo! A Él solo cante nuestra musa, a Él alabe nuestra lira.
Cristo es, cuyo remoto advenimiento el rey-sacerdote, adornada su cabeza de ínfulas, celebraba al acorde de su voz, de su arpa y su timbal, bebiendo la inspiración que del cielo inundaba sus entrañas.
Yo canto sus hechos y milagros ya reconocidos; testigo es el mundo, y la tierra misma no niega lo que vio: que Dios vino en persona para enseñar a los mortales.
Nacido del corazón del Padre antes del comienzo del mundo, llamado Alfa y Omega, Él es la fuente y término de todo lo que es, ha sido y habrá de ser.
Él mandó, y fue creado a todo, habló Él, y se hizo la tierra, el cielo, la fosa de la mar, la triple máquina del orbe y lo que en ellos vive bajo el alto globo del sol y de la luna.
La figura se vistió del caduco cuerpo, los miembros sujetos a la muerte, ara que no pereciese la raza descendiente del primer hombre, a quien la ley castigadora había sumergido en las profundidades del infierno.
¡Oh feliz nacimiento aquél, en que una virgen madre, por el Espíritu Santo fecundada, dio a luz a nuestra Salvación y en que el Niño, redentor del mundo, mostró su sagrado rostro!
¡Cante la altura del cielo; cantad, ángeles todos, que cuanta fuerza existe en todas partes cante en alabanza de Dios; que no calle lengua alguna y toda voz resuene al mismo tiempo.
¡Mirad a quien los poetas celebraban en los antiguos siglos, a quien habían prometido en los pasados tiempos: que unidas le alaben todas las criaturas!
Prudencio, Himno de todas las horas, vv. 1-27.
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