Como leemos en la Constitución Conciliar, “la Iglesia, o Reino de Cristo, presente ya como misterio, se desarrolla visiblemente en el mundo por la fuerza divina. Este nacimiento y desarrollo se significan por medio de aquella sangre y aquella agua que salieron del costado abierto de Jesús crucificado” (LG 3). Porque en realidad de aquel Corazón herido del Redentor nació la Iglesia y de él se alimenta, ya que Cristo “se entregó a Sí mismo por ella, para santificarla, purificándola por el agua, en virtud de la palabra de Vida” (Ef 5,25).
Por esta razón es absolutamente necesario que los fieles rindan culto y veneración, ya con afectos de íntima piedad, ya con públicos obsequios, a aquel Corazón “de cuya plenitud todos hemos recibido” y aprendan de él a ordenar su vida, de modo que responda exactamente a las exigencias de nuestro tiempo. En este Smo. Corazón de Jesús se encuentra el origen y manantial de la misma Sgda. Liturgia, puesto que es “el Templo Santo de Dios”, donde se ofrece el sacrificio de propiciación al Eterno Padre, “de modo que puede salvar perfectamente a cuantos por Él se acercan a Dios” (Hb 7,25). De aquí recibe también la Iglesia el impulso para buscar y emplear todos los medios que sirvan para la unión plena con la Sede de Pedro de todos aquellos hermanos que están separados de nosotros; más aún, para que también aquellos que todavía están al margen del nombre cristiano, “conozcan con nosotros al único Dios y al que Él envió, Jesucristo” (Jn 17,3). Porque, en efecto, el ardor pastoral y misionero se inflama principalmente en los sacerdotes y en los fieles, para trabajar por la gloria divina, cuando mirando el ejemplo de aquella divina caridad que nos mostró Cristo, consagran todo su esfuerzo a comunicar a todos los inagotables tesoros de Cristo.
A nadie se le oculta que tales son los principales objeti-vos que, por divina inspiración, recomienda y alienta en los fieles el Sdo. Concilio; y mientras nos esforzamos por traducir en realidad lo que la esperanza nos propone, hemos de pedir una y otra vez la luz y fuerza necesarias a aquel Salvador Divino, cuyo Corazón traspasado nos inspira tan ardientes deseos de lograrlo.
Carta “Diserti interpretes”, de Pablo VI, 25-mayo-1965
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