El que tenía cerrados los conductos del oído y no percibía los sonidos, se libera, al mandato de Cristo, de todo el espeso impedimento, se hace capaz de gozar las voces y deja paso a los susurros.
Cesa toda enfermedad, toda debilidad se aleja; habla la lengua, que tenían amarrada los silencios perezosos, y el enfermo (paralítico) lleva alegre su camilla a través de la ciudad.
Y hasta para que los infiernos no se viesen privados de su salvación, entra benigno al mismo tártaro: la puerta rota cede, cae el quicio desgajado, arrancados los cerrojos.
Aquella puerta fácil para los que entran, inflexible para los que quieren regresar, devuelve a los muertos, y, abrogada la ley, queda franco el negro umbral para ser ya desandado.
Prudencio, Himno de todas las horas, vv. 64-75.
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