¡Criador de la luz resplandeciente, Guía bueno que divides el tiempo en alternancias firmes!, el sol se ha sumergido, avanzando las tinieblas horrorosas; torna, Cristo, la luz a tus fieles.
Aunque hayas tachonado de estrellas innúmeras tu alcázar y el cielo hayas pintado con lámpara lunar, nos enseñas, con todo, a buscar la luz avivando la semilla que brota al golpear un pedernal,
para que el hombre no ignore que su esperanza de la luz está fundada en el cuerpo firme de Cristo, que quiso llamarse piedra inconmovible, de la que nacen nuestras diminutas llamas,
que alimentamos en los candiles, empapados con el rocío del aceite graso o con las teas secas; y también, castrada ya la miel a las colmenas, fibras de junco aderezamos impregnándolas con la cera de floridos panales.
Vivaz florece la llama, ya sea que la cóncava lamparilla de barro cocido suministre su líquido al pabilo embebido, ya preste el pinto su alimento resinoso o ya beba la estopa ardiente la redondeada vela de cera;
desde el vértice líquido, el néctar férvido destila, gota a gota, sus olorosas lágrimas, porque la fuerza del fuego hace llorar una abrasada lluvia desde la punta húmeda.
Así es, Padre, como resplandecen nuestras casas con tus dádivas, es decir, con las nobles llamas, y emuladora reproduce esta luz el día ausente; huye ante ella vencida la noche con su manto desgarrado.
Pero ¿quién no verá en Dios la alta y viva fuente de la inquieta llama?
Prudencio, Himno para cuando se enciende la lámpara, vv. 1-30.
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