El examen de conciencia es el primer acto del penitente.
Una mirada superficial es incapaz de descubrir la verdad porque se quedará sólo en apariencias. Mirando así, nadie se ve pecador, ni podrá descubrir la miseria que anida escondiéndose en el alma.
Las tinieblas no dejan ver bien, miramos y no vemos.
Dios escruta el corazón del hombre, pero el propio hombre rechaza conocerse como Dios lo conoce.
¡Cuánta razón tenía San Agustín en su petición: “Que te conozca, que me conozca”!, y los místicos castellanos cuando enseñaban que la oración debe empezar y terminar por adquirir “conocimiento propio”.
Al prepararse para el sacramento de la Penitencia, lo primero es el examen de conciencia.
En clima de oración, despacio, se invoca al Espíritu Santo que pueda iluminar la propia conciencia.
Después uno ha de confrontarse con la Verdad. Repasar la propia vida atendiendo lo que la conciencia pueda alertarnos.
En el examen de conciencia se confronta la vida con la Verdad. Se puede emplear como guía los diez mandamientos y los mandamientos de la Iglesia, o meditar las bienaventuranzas viendo cómo se han vivido o se ha faltado a ellas, o contrastar las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y las virtudes morales (fortaleza, justicia, templanza, prudencia), o utilizar como prisma de visión el trato con Dios, el trato con el prójimo y el trato consigo mismo.
Se mira la propia vida discerniendo, reconociendo los propios pecados, en clima de oración: ¡no estamos haciendo la lista de compras para el supermercado!
“Una condición indispensable es, ante todo, la rectitud y la transparencia de la conciencia del penitente. Un hombre no se pone en el camino de la penitencia verdadera y genuina, hasta que no descubre que el pecado contrasta con la norma ética, inscrita en la intimidad del propio ser; hasta que no reconoce haber hecho la experiencia personal y responsable de tal contraste; hasta que no dice no solamente «existe el pecado», sino «yo he pecado»; hasta que no admite que el pecado ha introducido en su conciencia una división que invade todo su ser y lo separa de Dios y de los hermanos. El signo sacramental de esta transparencia de la conciencia es el acto tradicionalmente llamado examen de conciencia, acto que debe ser siempre no una ansiosa introspección psicológica, sino la confrontación sincera y serena con la ley moral interior, con las normas evangélicas propuestas por la Iglesia, con el mismo Cristo Jesús, que es para nosotros maestro y modelo de vida, y con el Padre celestial, que nos llama al bien y a la perfección” (Juan Pablo II, Reconciliatio et Poenitentia, 31, III).
En el examen de conciencia alcanzaremos a reconocer nuestra propia verdad de pecadores, del propio pecado y la miseria del corazón, confiando en la Misericordia de Dios. Y así, al ver y reconocer los propios pecados iremos viendo su origen y su raíz para irlos arrancando con la mortificación y la ascesis (la gimnasia espiritual necesaria).
Una mirada superficial es incapaz de descubrir la verdad porque se quedará sólo en apariencias. Mirando así, nadie se ve pecador, ni podrá descubrir la miseria que anida escondiéndose en el alma.
Las tinieblas no dejan ver bien, miramos y no vemos.
Dios escruta el corazón del hombre, pero el propio hombre rechaza conocerse como Dios lo conoce.
¡Cuánta razón tenía San Agustín en su petición: “Que te conozca, que me conozca”!, y los místicos castellanos cuando enseñaban que la oración debe empezar y terminar por adquirir “conocimiento propio”.
Al prepararse para el sacramento de la Penitencia, lo primero es el examen de conciencia.
En clima de oración, despacio, se invoca al Espíritu Santo que pueda iluminar la propia conciencia.
Después uno ha de confrontarse con la Verdad. Repasar la propia vida atendiendo lo que la conciencia pueda alertarnos.
En el examen de conciencia se confronta la vida con la Verdad. Se puede emplear como guía los diez mandamientos y los mandamientos de la Iglesia, o meditar las bienaventuranzas viendo cómo se han vivido o se ha faltado a ellas, o contrastar las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y las virtudes morales (fortaleza, justicia, templanza, prudencia), o utilizar como prisma de visión el trato con Dios, el trato con el prójimo y el trato consigo mismo.
Se mira la propia vida discerniendo, reconociendo los propios pecados, en clima de oración: ¡no estamos haciendo la lista de compras para el supermercado!
“Una condición indispensable es, ante todo, la rectitud y la transparencia de la conciencia del penitente. Un hombre no se pone en el camino de la penitencia verdadera y genuina, hasta que no descubre que el pecado contrasta con la norma ética, inscrita en la intimidad del propio ser; hasta que no reconoce haber hecho la experiencia personal y responsable de tal contraste; hasta que no dice no solamente «existe el pecado», sino «yo he pecado»; hasta que no admite que el pecado ha introducido en su conciencia una división que invade todo su ser y lo separa de Dios y de los hermanos. El signo sacramental de esta transparencia de la conciencia es el acto tradicionalmente llamado examen de conciencia, acto que debe ser siempre no una ansiosa introspección psicológica, sino la confrontación sincera y serena con la ley moral interior, con las normas evangélicas propuestas por la Iglesia, con el mismo Cristo Jesús, que es para nosotros maestro y modelo de vida, y con el Padre celestial, que nos llama al bien y a la perfección” (Juan Pablo II, Reconciliatio et Poenitentia, 31, III).
En el examen de conciencia alcanzaremos a reconocer nuestra propia verdad de pecadores, del propio pecado y la miseria del corazón, confiando en la Misericordia de Dios. Y así, al ver y reconocer los propios pecados iremos viendo su origen y su raíz para irlos arrancando con la mortificación y la ascesis (la gimnasia espiritual necesaria).
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