El segundo acto del penitente es el dolor de los pecados, la contrición.
Duele el propio pecado porque nos hemos apartado voluntaria y conscientemente de Dios.
Duelen los pecados porque reconocemos que hemos sido infieles al amor y bondad de Dios.
No duelen los pecados por orgullo, pensando que hemos sido capaces de hacer algo así y ver rota nuestra imagen de perfección.
Nos duelen los pecados por amor de Dios, descubriendo cuánta ingratitud le hemos demostrado.
El dolor de los pecados es sincero si se reconoce la maldad en el corazón, el alejamiento de Dios, de su bondad y de la Verdad, entregándonos a la mentira. Es algo más que haber quebrantado unas normas. Éstas existen –y son necesarias-, pero a veces pensamos que qué lástima que algo sea pecado, como si fuese una norma arbitraria que nos hemos saltado a la ligera y que en el fondo sabemos que hemos hecho mal por habérnosla saltado, no porque realmente en sí sea un mal. El pecado es más que saltarse unas normas y haber faltado a unos mandamientos: es infidelidad radical al amor de Dios, es haber sido un mal hijo rechazando el amor del Padre, habiendo entristecido el Corazón bueno del Padre.
“El acto esencial de la Penitencia, por parte del penitente, es la contrición, o sea, un rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo, por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. La contrición, entendida así, es, pues, el principio y el alma de la conversión, de la metánoia evangélica que devuelve el hombre a Dios, como el hijo pródigo que vuelve al padre, y que tiene en el Sacramento de la Penitencia su signo visible, perfeccionador de la misma atrición. Por ello, «de esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia».
Remitiendo a cuanto la Iglesia, inspirada por la Palabra de Dios, enseña sobre la contrición, me urge subrayar aquí un aspecto de tal doctrina, que debe conocerse mejor y tenerse presente. A menudo se considera la conversión y la contrición bajo el aspecto de las innegables exigencias que ellas comportan, y de la mortificación que imponen en vista de un cambio radical de vida. Pero es bueno recordar y destacar que contrición y conversión son aún más un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar” (Juan Pablo II, Reconciliatio et Poenitentia, 31,III).
Duelen los pecados: se lloran como Pedro lloró sus negaciones.
Duelen los pecados: se ungen los pies de Jesús con las lágrimas, como María en Betania.
Entonces, en este momento, se reza en silencio el “Yo confieso”, se reza “Señor mío Jesucristo....” o también se reza el salmo 50 (“Misericordia, Dios, por tu bondad...”), suplicando a Dios el perdón, la misericordia y la gracia.
Duele el propio pecado porque nos hemos apartado voluntaria y conscientemente de Dios.
Duelen los pecados porque reconocemos que hemos sido infieles al amor y bondad de Dios.
No duelen los pecados por orgullo, pensando que hemos sido capaces de hacer algo así y ver rota nuestra imagen de perfección.
Nos duelen los pecados por amor de Dios, descubriendo cuánta ingratitud le hemos demostrado.
El dolor de los pecados es sincero si se reconoce la maldad en el corazón, el alejamiento de Dios, de su bondad y de la Verdad, entregándonos a la mentira. Es algo más que haber quebrantado unas normas. Éstas existen –y son necesarias-, pero a veces pensamos que qué lástima que algo sea pecado, como si fuese una norma arbitraria que nos hemos saltado a la ligera y que en el fondo sabemos que hemos hecho mal por habérnosla saltado, no porque realmente en sí sea un mal. El pecado es más que saltarse unas normas y haber faltado a unos mandamientos: es infidelidad radical al amor de Dios, es haber sido un mal hijo rechazando el amor del Padre, habiendo entristecido el Corazón bueno del Padre.
“El acto esencial de la Penitencia, por parte del penitente, es la contrición, o sea, un rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo, por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. La contrición, entendida así, es, pues, el principio y el alma de la conversión, de la metánoia evangélica que devuelve el hombre a Dios, como el hijo pródigo que vuelve al padre, y que tiene en el Sacramento de la Penitencia su signo visible, perfeccionador de la misma atrición. Por ello, «de esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia».
Remitiendo a cuanto la Iglesia, inspirada por la Palabra de Dios, enseña sobre la contrición, me urge subrayar aquí un aspecto de tal doctrina, que debe conocerse mejor y tenerse presente. A menudo se considera la conversión y la contrición bajo el aspecto de las innegables exigencias que ellas comportan, y de la mortificación que imponen en vista de un cambio radical de vida. Pero es bueno recordar y destacar que contrición y conversión son aún más un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar” (Juan Pablo II, Reconciliatio et Poenitentia, 31,III).
Duelen los pecados: se lloran como Pedro lloró sus negaciones.
Duelen los pecados: se ungen los pies de Jesús con las lágrimas, como María en Betania.
Entonces, en este momento, se reza en silencio el “Yo confieso”, se reza “Señor mío Jesucristo....” o también se reza el salmo 50 (“Misericordia, Dios, por tu bondad...”), suplicando a Dios el perdón, la misericordia y la gracia.
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