Si sabemos que liturgia e Iglesia
van unidas, se reclaman e iluminan mutuamente, otro tanto hay que decir de
liturgia y cristología.
El
principio fundamental es éste: Cristo sigue actuando y salvando por medio de la
liturgia.
La
obra de la salvación, desarrollada a lo largo de la historia, alcanza su
plenitud y es definitiva por Jesucristo en su cruz y resurrección. La historia
de la salvación es una línea ascendente que culmina en Cristo y prosigue –ésta
es la etapa en que vivimos- hasta que Él vuelva en su Gloria como Señor de
cielo y tierra, recapitulándolo todo.
Sólo
comprendiendo la obra de la salvación de Jesucristo podremos entender qué
realiza la liturgia hoy y cuál es su fuerza santificadora. Omitiendo esto, la
liturgia quedaría vacía y sería un sucedáneo ceremonial, o piadoso, o emotivo,
o festivo: ¡un rito sin valor en definitiva! La liturgia es Cristo actuando y
salvando hoy. Así toda la historia de la salvación se sigue desarrollando y su
último eslabón es la liturgia misma: la liturgia es el último momento hoy de la
historia de la salvación.
La
historia de la salvación nace por el designio de Dios misericordioso ante la
caída de Adán. La voluntad de Dios es una voluntad salvífica y llena de misericordia.
Así se desencadena todo el proceso desde Adán hasta Jesucristo y todo el
Antiguo Testamento es signo, tipo, promesa y figura de la salvación que iba a
cumplirse. Así, encadenando textos bíblicos, la constitución Sacrosanctum
Concilium comienza:
“Dios, que quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, habiendo hablado
antiguamente en muchas ocasiones de diferentes maneras a nuestros padres por
medio de los profetas, cuando llegó la plenitud de los tiempos envió a su Hijo,
el Verbo hecho carne” (SC 5).
Todo
apuntaba a Jesucristo, Hijo de Dios encarnado. En Él se iban a cumplir todas
las promesas y profecías, Él iba a reparar el pecado de Adán; la obediencia
humilde de Cristo expiaría la desobediencia soberbia de Adán, y si por Adán
entró la muerte, por Cristo vendría la vida. Donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia (Rm 5,20).
Sacrosanctum
Concilium se detiene en Cristo y considera su obra salvadora, ofreciendo una
excelente síntesis de cristología:
“Envió a su Hijo, el Verbo hecho
carne, ungido por el Espíritu Santo, para evangelizar a los pobres y curar a
los contritos de corazón, como médico corporal y espiritual, Mediador entre
Dios y los hombres”(SC 5).
El
Misterio pascual de Cristo (muerte, resurrección y ascensión) realiza la
salvación del hombre y glorifica plenamente a Dios. Es este Misterio pascual de
Cristo el que se hace presente, real, eficaz, en la liturgia, como se afirma en
todas las plegarias eucarísticas:
“al celebrar
este memorial de la muerte gloriosa de tu Hijo,
de su santa
resurrección del lugar de los muertos
y de su
admirable ascensión a los cielos” (Canon romano),
“al celebrar
ahora el memorial
de la muerte y
resurrección de tu Hijo” (PE II),
“al celebrar
ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo,
de su
admirable resurrección y ascensión al cielo,
mientras
esperamos su venida gloriosa” (PE III).
La Iglesia va a ofrecer a los
hombres esta salvación plena de Cristo. Ella es un “sacramento admirable” (SC
5). Si Eva fue formada del costado de Adán dormido, la Iglesia nace del costado
de Cristo dormido en la cruz: sangre y agua, Bautismo y Eucaristía.
Con
la liturgia, la Iglesia
entrega a los hombres los bienes de la salvación y así la historia de la
salvación sigue su curso según el plan de Dios. La liturgia realiza el plan
salvador de Dios, la liturgia entrega la salvación, la liturgia es la
prolongación de la historia de la salvación.
“Fundiendo
el pasado, el presente y el futuro, la liturgia aparece como momento síntesis
de toda la historia salvífica y configura el tiempo de la Iglesia como la etapa
última y definitiva de la salvación”[1].
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