3. Después de ver la virtud de la
caridad relacionada con su fin último y verdadero, que es Dios, hay que
detenerse en el amor, la caridad, hacia uno mismo. ¿Por qué? Porque hay que “amar al prójimo como a uno mismo”;
luego entonces el amor a uno mismo precede al amor al prójimo y, al mismo
tiempo que le precede, va a ser el modo, la norma, de amar al prójimo.
Amarse a uno mismo en Dios es bueno
y necesario; muchos males tienen como origen la falta de amor a uno mismo. Este
amor a uno mismo nace de verse amado, querido, valorado, por el Señor, y en el
trato con el Señor uno llega al conocimiento propio, a descubrir lo interior
del propio corazón, y allí verá las aptitudes, cualidades, los dones, talentos,
carismas.
Uno debe conocer todo lo bueno del propio corazón, valorarlo, ponerlo
en juego (Mt 25,16.26) y amarlo, siendo éste el modo primero de amarse a uno mismo en el
Señor. Todo lo bueno que uno descubre en el corazón ámelo y agradézcalo al
Señor, recordando la palabra del Apóstol: “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1Co 4,7). Ciego
sería el que se engriera, con soberbia, por lo bueno que le ha sido otorgado.
No es falta de humildad reconocer lo bueno y agradecérselo al Señor, la falta
de humildad sería atribuírselo a uno mismo olvidando a Dios.
Al entrar en lo interior uno
descubre también las tendencias equivocadas del corazón, herido por el pecado original,
los rasgos negativos del carácter, las limitaciones y los fallos. Entonces, humíllese
uno ante el Señor y pida su Gracia que sane el corazón. Esto también es amarse
a uno mismo en el Señor.
El que se acepta tal cual es y se acoge al Señor verá
que “la gracia se realiza en la
debilidad” (2Co
12,9). Uno acepta sin rebeldía sus limitaciones y defectos
cuando hay humildad, sabiendo que el Señor “modeló
cada corazón y comprende todas sus acciones” (Sal 32).
Entonces, uno tiene paciencia consigo mismo, pide la Gracia de Dios, se humilla,
incluso, a veces, tiene que abrazar como una cruz las propias debilidades.
Éste, sí se ama a sí mismo en el Señor, según Dios.
Hay otros, aunque parezca extraño al
pronunciarlo, que se odian, que no se aceptan, que no se sufren, que no se
perdonan por nada. Son exigentes consigo mismos, quieren ser perfectos pero
esta perfección para ellos es soberbia y al ver que no la alcanzan, andan
divididos, no se aman, tienen el alma amargada. Si uno no se acepta a sí mismo,
¿cómo podrá amar y aceptar al prójimo? Si uno no se perdona a sí mismo, ¿podrá
acaso perdonar a quien lo ofende? Si uno no tiene paciencia consigo mismo en su
crecer y vencerse, ¿podrá tener paciencia con los demás cuando cometan errores?
Por eso es tan importante amarse a uno mismo en el Señor.
Otras personas tienen muy poca
estima de sí, apenas han gustado el Amor de Dios en sus vidas. Al tener tan
poca autoestima no descubren ni aprecian todo su mundo interior, todo lo que el
Señor ha depositado en su corazón para que lo multiplique en beneficio propio y
en bien de los demás. Es la parábola del que enterró el talento entregado por
Dios (Mt 25,25). Un sano amor a sí mismo lleva, por la gloria de Dios, a multiplicar
lo que uno ha recibido de Dios. La autoestima es un nivel básico para situarse
en el mundo y colaborar en el plan salvador de Dios. El que no se valora en el
Señor podría hacer mucho bien y sin embargo, no lo hace porque se cree inútil.
Sufre él y pierde ocasión de hacer el bien. “Amarás
a tu prójimo como a ti mismo”.
Se puede confundir el egoísmo con
amarse a uno mismo, a simple vista, pero es muy fácil distinguirlos. El egoísmo
es amarse a uno mismo olvidándose de Dios y no queriendo a nadie de verdad,
sólo buscando el bien propio. ¡Es un grave pecado! El amor a uno mismo mira
siempre a Dios, todo lo remite a Él, y ama a los demás como a sí mismo. Sólo el
que se ama en Dios, puede amar a los hermanos en el Señor.
4. El siguiente paso es el amor al
prójimo, esto es, a los cercanos, a las personas con las que convivimos, a
todos aquellos que nos necesitan. La experiencia de sentirse profundamente
amado por el Señor purifica el corazón y hace que queramos irradiar ese precioso
Amor de Dios a los demás. ¿Cómo amarlos? “Como
a uno mismo” (Mt
22,40). ¿Cómo tratarlos? “Tratad a los demás como queráis que ellos os traten” (Mt 7,12).
¿Hasta qué punto amar y entregarse? Dice Cristo “como yo os he amado” (Jn 13,34) y Él amó “hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,8).
Quien tiene su corazón firme en el Señor
y su amor, no teme amar, dar, entregarse, ¡tiene tanto amor recibido de Dios!
Quien vive en el Amor de Dios no teme las decepciones, aunque las sufra dolorosamente,
ni se vuelve desconfiado ni receloso de todos, pues el Señor con su Amor lo
sana y lo renueva. Es este amor, comenzando por el cónyuge, que es una sola
carne, y con los hijos y padres, pasando por la sana y limpia amistad, una
bendición de Dios: es bueno entregarse, manifestar el amor con ternura,
delicadeza, respeto al otro sin acapararlo.
El amor cristiano es darse,
entregarse, sin recompensa incluso, si exigir una respuesta de amor, sin ser
posesivo con nadie. Es necesario sentirse querido pero amar no es que a uno lo
quieran, sino amar y querer al otro hasta darse por completo. “Nadie tiene amor más grande que el que da
la vida por sus amigos” (Jn
15,13).
La dinámica del amor cristiano, “que trasciende toda filosofía” (Ef 3,19) recibe
su impulso del amor gratuito de Dios. El creyente ama con el Amor de Dios y por
el Amor de Dios, sin buscar agradecimiento, ni aplauso, ni recompensa afectiva;
ama en libertad y respeto al otro; ama buscando el bien de la otra persona
incluso antes que su bien propio; jamás piensa o dice que “tiene derecho”,
porque su derecho, su justicia y su amor es el Señor y en Él lo halla todo. Es
un amor teologal, como el de Cristo, donde uno se niega a uno mismo si hace
falta con tal de afirmar a la otra persona. Por eso, “no nos cansemos de hacer el bien” (Gal 6,9).
El amor cristiano, la caridad, toma su forma y su contenido del amor de
Dios; lo tenemos recogido en el himno de la 1ª carta a los corintios: “es comprensivo, el amor es servicial y no
tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta;
no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que
goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, aguanta sin
límites” (1Co
13,4-7).
Si el amor es comprensivo, sabe escuchar y disculpar y acoger a la
otra persona siempre; si no tiene envidia, el amor verdadero se alegra de que
la otra persona sea mejor que uno mismo, o tenga más éxito o más cualidades. Si
es amor verdadero, no sabrá de qué presumir, lo hará todo con sencillez y
modestia, con afecto, sin echar nunca en cara las cosas buenas que realiza; si
es amor verdadero tiene educación, sabe estar, comportarse, respetar en el
trato a los demás “sin groserías” (cf. Ef 4,29. 31), sin arrogancia ni soberbia.
El amor verdadero tiene paciencia con
las faltas de los demás, desconoce el enfado, nunca pone un límite: “hasta aquí
llegamos”, “se va a enterar”, “le voy a decir tres cosas muy bien dichas”... Al
amor verdadero no se le ocurre llevar una lista de las cosas que me hizo uno, y
lo que dejó de hacer el otro. ¡Olvida y perdona!
El amor verdadero jamás busca
quedar por encima de los demás, o demostrar que tenía razón, o ir contando a
todo el mundo el mal que alguien le ha hecho. El amor verdadero a nadie exige
“en virtud de caridad”, nunca alega los propios derechos. El amor cristiano
nunca es parcial, ni hace acepción de personas, ni quiere hacer daño a nadie,
ni humillar a nadie, ni controlar a nadie, ni corregir a nadie delante de los
demás. ¡Con razón un amor así, cristiano, teologal, supera toda filosofía!
¡Ojalá nuestro amor “vaya creciendo más y más
en penetración y sensibilidad para los valores” (Flp 1,9)!
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