La Pascua creó la fraternidad auténtica, la que no
nace de intereses o amiguismo, de afectividades inmaduras o de grupos de
admiradores, sino de la vida nueva y de la experiencia de Cristo, el Señor.
Las
comunidades cristianas iban siendo comunidades amplias, donde se tratan con respeto,
cariño, delicadeza, con ternura de hermanos. Todos se conocían, todos se
trataban, compartían las experiencias de la fe, ponían sus bienes en común,
vivían y celebraban juntos. Era un “camino de salvación”, que no se entendía
sin la comunidad-Iglesia y una adhesión de la fe firme a Cristo glorioso.
El
contacto con la Palabra y la Eucaristía era la fuente de la vida para los
hermanos. No se anquilosaban, no se quedaban parados... sino que progresaban en
la vida comunitaria. Y no era para ellos un mal menor, o una imposición de la
jerarquía, o algo opinable que cada uno ajustase a su gusto. Es que no se
entendía, ¡era impensable!, seguir a Jesucristo sin vivir la experiencia de la
comunidad eclesial.
¿Cómo
era esta vida comunitaria? Para nosotros, hoy, sigue siendo el modelo de
comunidad cristiana, de parroquia.
“Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los
apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el
mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles
hacían en Jerusalén.
Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían
bienes y propiedades y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada
uno. A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en
las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran
bien vistos de todo el pueblo y día tras día el Señor iba agregando al grupo
los que se iban salvando” (Hch 2,42-47).
La
vida eclesial tenía un ritmo y un estilo propio.
1. Perseveraban en oír la enseñanza de los
Apóstoles
Las
primeras comunidades entendían el ministerio apostólico, ordenado, el
ministerio sacerdotal, como los garantes de la fe, puestos por el Espíritu Santo (Hch 20,28). Era una comunidad
carismática y, al mismo tiempo, presidida por los apóstoles. Esta comunidad se
reunía con frecuencia, probablemente semanal, para recibir la predicación, la
catequesis.
No
se discutía, no se ponía en entredicho, ni se criticaban las enseñanzas de los
apóstoles, ni éstos tenían que demostrar nada o intentar convencer porque era
la fe de la Iglesia la que ellos transmitían y confirmaban, ni entraban en
polémicas y consenso para adaptar la predicación a los gustos y modas del
momento.
Y
los cristianos, entusiasmados por la predicación apostólica, llenos del
Espíritu, cristianos convencidos, asistían perseverantes, no faltaban a la
predicación, a la catequesis, porque se fiaban de la Iglesia, se fiaban de la
enseñanza de la Iglesia apostólica, sin prevenciones ni subjetivismo. Aquellos
cristianos querían crecer y conocer más al Señor. Tan sólida era su fe, tan
arraigados y firmes en el Evangelio, conocedores de la fe y del poder del
Señor, que les resultaba un honor y una gloria el martirio, dar su vida por el
Evangelio.
¡Cuántas
preguntas para la propia reflexión! ¡Qué espejo en el que mirarnos y confrontar
nuestras propias actitudes y disposición ante la predicación!
Necesitamos
de la fe auténtica y pura, necesitamos de la enseñanza de la Iglesia que nos
confirme en la fe. Para ello, una gran herramienta será leer el Catecismo de la
Iglesia católica y leer las encíclicas del Papa. Los documentos del Magisterio
de la Iglesia requieren estudiarlos a fondo. También escuchar con alegría y
confianza, sin prejuicios, la enseñanza de la Iglesia, la predicación de los
sacerdotes y participar en los medios de formación que la Iglesia nos ofrezca:
catequesis de adultos, sesiones de estudio, cursos, retiros, etc.
2. En la unión fraterna
La
primera comunidad tenía una conciencia clara de ser una fraternidad animada por
el Espíritu Santo, que no nacía de intereses particulares, ni de grupos, ni de
amiguismo, ni de bandos.
Entre
los hermanos había un trato cordial, sencillo. Se conocían, se querían en el
Señor aun contando con los propios pecados y roces, intentando una convivencia
familiar. Participaban juntos de las fiestas, de la Eucaristía y de la
predicación, sin prisas, porque estaban con los hermanos, estaban edificando la
Iglesia misma. Se daba un trato y una relación de talla humana.
Ir
a la parroquia, a la comunidad, no pesaba como una obligación exterior a uno
mismo, impuesta por una agenda, sino la alegría de encontrarse con los
hermanos, tratarse, charlar, compartir los problemas y las alegrías, con
sencillez. Al fin y al cabo, el bautismo los convertían en hermanos, y se
generaba un mismo modo de ver la realidad con todos sus factores, unos mismos
criterios, perspectivas y una moralidad común. Entre ellos se podían entender y
acoger. No había doblez ni se aprovechaba uno de la comunidad cristiana para
adquirir un prestigio, un relieve social, o una imagen favorecedora ante los de
fuera.
¿Quién
iba a ir por obligación? ¡Si se jugaban la vida! ¿Quién podría ser un usuario
de Misas, cultos y servicios religiosos?
¿Quién acudiría a la comunidad únicamente “cuando le tocase” para realizar
un servicio pastoral (en Cáritas, en catequesis, en administración, en hacer
las lecturas) y luego no volver hasta que toque otra vez prestar ese servicio?
A
la comunidad cristiana se iba como a una casa fraterna: la domus ecclesiae, la
casa de la Iglesia, o los atrios o patios de las basílicas cristianas cuando
las tuvieron, no eran un lugar de paso, sino el lugar de encuentro de una vida
sencilla, donde los otros “me pertenecían” y cada uno “pertenecía al otro”.
Eran ámbitos de fraternidad cristiana.
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