sábado, 23 de octubre de 2021

Dinamismo y vida de la comunidad cristiana (I)



La Pascua creó la fraternidad auténtica, la que no nace de intereses o amiguismo, de afectividades inmaduras o de grupos de admiradores, sino de la vida nueva y de la experiencia de Cristo, el Señor.

Las comunidades cristianas iban siendo comunidades amplias, donde se tratan con respeto, cariño, delicadeza, con ternura de hermanos. Todos se conocían, todos se trataban, compartían las experiencias de la fe, ponían sus bienes en común, vivían y celebraban juntos. Era un “camino de salvación”, que no se entendía sin la comunidad-Iglesia y una adhesión de la fe firme a Cristo glorioso.



El contacto con la Palabra y la Eucaristía era la fuente de la vida para los hermanos. No se anquilosaban, no se quedaban parados... sino que progresaban en la vida comunitaria. Y no era para ellos un mal menor, o una imposición de la jerarquía, o algo opinable que cada uno ajustase a su gusto. Es que no se entendía, ¡era impensable!, seguir a Jesucristo sin vivir la experiencia de la comunidad eclesial.

¿Cómo era esta vida comunitaria? Para nosotros, hoy, sigue siendo el modelo de comunidad cristiana, de parroquia.

“Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén.
Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían bienes y propiedades y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando” (Hch 2,42-47).

            La vida eclesial tenía un ritmo y un estilo propio.


            1. Perseveraban en oír la enseñanza de los Apóstoles

            Las primeras comunidades entendían el ministerio apostólico, ordenado, el ministerio sacerdotal, como los garantes de la fe, puestos por el Espíritu Santo (Hch 20,28). Era una comunidad carismática y, al mismo tiempo, presidida por los apóstoles. Esta comunidad se reunía con frecuencia, probablemente semanal, para recibir la predicación, la catequesis.

            No se discutía, no se ponía en entredicho, ni se criticaban las enseñanzas de los apóstoles, ni éstos tenían que demostrar nada o intentar convencer porque era la fe de la Iglesia la que ellos transmitían y confirmaban, ni entraban en polémicas y consenso para adaptar la predicación a los gustos y modas del momento.

            Y los cristianos, entusiasmados por la predicación apostólica, llenos del Espíritu, cristianos convencidos, asistían perseverantes, no faltaban a la predicación, a la catequesis, porque se fiaban de la Iglesia, se fiaban de la enseñanza de la Iglesia apostólica, sin prevenciones ni subjetivismo. Aquellos cristianos querían crecer y conocer más al Señor. Tan sólida era su fe, tan arraigados y firmes en el Evangelio, conocedores de la fe y del poder del Señor, que les resultaba un honor y una gloria el martirio, dar su vida por el Evangelio.

            ¡Cuántas preguntas para la propia reflexión! ¡Qué espejo en el que mirarnos y confrontar nuestras propias actitudes y disposición ante la predicación!

            Necesitamos de la fe auténtica y pura, necesitamos de la enseñanza de la Iglesia que nos confirme en la fe. Para ello, una gran herramienta será leer el Catecismo de la Iglesia católica y leer las encíclicas del Papa. Los documentos del Magisterio de la Iglesia requieren estudiarlos a fondo. También escuchar con alegría y confianza, sin prejuicios, la enseñanza de la Iglesia, la predicación de los sacerdotes y participar en los medios de formación que la Iglesia nos ofrezca: catequesis de adultos, sesiones de estudio, cursos, retiros, etc.



            2. En la unión fraterna

            La primera comunidad tenía una conciencia clara de ser una fraternidad animada por el Espíritu Santo, que no nacía de intereses particulares, ni de grupos, ni de amiguismo, ni de bandos.

            Entre los hermanos había un trato cordial, sencillo. Se conocían, se querían en el Señor aun contando con los propios pecados y roces, intentando una convivencia familiar. Participaban juntos de las fiestas, de la Eucaristía y de la predicación, sin prisas, porque estaban con los hermanos, estaban edificando la Iglesia misma. Se daba un trato y una relación de talla humana.

            Ir a la parroquia, a la comunidad, no pesaba como una obligación exterior a uno mismo, impuesta por una agenda, sino la alegría de encontrarse con los hermanos, tratarse, charlar, compartir los problemas y las alegrías, con sencillez. Al fin y al cabo, el bautismo los convertían en hermanos, y se generaba un mismo modo de ver la realidad con todos sus factores, unos mismos criterios, perspectivas y una moralidad común. Entre ellos se podían entender y acoger. No había doblez ni se aprovechaba uno de la comunidad cristiana para adquirir un prestigio, un relieve social, o una imagen favorecedora ante los de fuera.

            ¿Quién iba a ir por obligación? ¡Si se jugaban la vida! ¿Quién podría ser un usuario de Misas, cultos y servicios religiosos?  ¿Quién acudiría a la comunidad únicamente “cuando le tocase” para realizar un servicio pastoral (en Cáritas, en catequesis, en administración, en hacer las lecturas) y luego no volver hasta que toque otra vez prestar ese servicio?

            A la comunidad cristiana se iba como a una casa fraterna: la domus ecclesiae, la casa de la Iglesia, o los atrios o patios de las basílicas cristianas cuando las tuvieron, no eran un lugar de paso, sino el lugar de encuentro de una vida sencilla, donde los otros “me pertenecían” y cada uno “pertenecía al otro”. Eran ámbitos de fraternidad cristiana.

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