1. El diálogo inicial del
prefacio prosigue. Tras decir el sacerdote, elevando más las manos, “Levantemos
el corazón” y la respuesta de todos (“lo tenemos levantado hacia el Señor”),
sigue diciendo: “Demos gracias al Señor, nuestro Dios”, y los fieles contestan:
“Es justo y necesario”.
Tono
vibrante, fuerte: así la voz del sacerdote motiva a los fieles presentes en el
momento central de la celebración eucarística, así como los brazos más elevados
que en las demás oraciones de la
Misa.
2.
“Demos gracias al Señor nuestro Dios. –Es justo y necesario”.
Esta
invitación del sacerdote indica claramente la naturaleza de la plegaria
eucarística: una gran oración “de acción de gracias y santificación” (IGMR 78).
Los motivos de acción de gracias a Dios se expresan fundamentalmente en el
prefacio: “darte gracias, siempre y en todo lugar, porque…” La naturaleza de
esta pieza, el prefacio con su diálogo, se refuerzan más si se canta
habitualmente en los domingos y solemnidades.
“¡Demos
gracias al Señor, nuestro Dios!” El sacerdote anima y orienta a los fieles
presentes a que, levantando el corazón al Señor, con suma atención y
recogimiento, con la esperanza puesta en Dios, den gracias al señor sin
distracción alguna. Los fieles asienten a la invitación y reconocen que es
verdad, ellos deben dar gracias a Dios: “¡Es justo y necesario!”
Entonces
comienza la gran plegaria eucarística y todos, en silencio y con devoción, nos unimos
a ella: “La
Plegaria Eucarística exige que todos la escuchen con
reverencia y con silencio” (IGMR 78).
3.
En la catequesis a los neófitos lo explica san Cirilo de Jerusalén:
“Después
el sacerdote dice: ‘Demos gracias al Señor’. Y en verdad debemos dar gracias,
ya que siendo indignos nos ha llamado a una gracia tan grande, porque siendo
enemigos nos ha reconciliado, porque se ha dignado darnos el Espíritu de
adopción. Después decís: ‘Es digno y justo’. Porque cuando damos gracias
nosotros, hacemos una obra digna y justa; pero Él, obrando no sólo con
justicia, sino sobre toda justicia, nos ha beneficiado y nos ha hecho dignos de
tan grandes bienes” (Cat. Mist. V,5).
4.
San Agustín exhorta a dar gracias a Dios por su gracia, ya que es gracia ser elevados
con Cristo:
“‘Lo tenemos
levantado hacia el Señor’; y para que no atribuyáis a vuestra propias fuerzas,
a vuestros propios méritos, a vuestros propios esfuerzos, el tener vuestros
corazones en el Señor, porque don de Dios es tener levantados los corazones,
por eso continúa el obispo o presbítero que ofrece el sacrificio: “Demos
gracias al Señor nuestro Dios” por tener levantados nuestros corazones; y así
lo confirmáis vosotros respondiendo: ‘Es justo y necesario’ que demos gracias a
aquel que nos concede que tengamos nuestro corazón levantado donde está nuestra
cabeza” (Serm. 227).
En
la misma dirección, y con el mismo sentido, predica san Agustín en otro sermón:
“Oyendo
al sacerdote decir: ‘Levantemos el corazón’, respondéis vosotros: ‘Lo tenemos
levantado hacia el Señor’; lo tenemos en el Señor. Que la respuesta lleve
dentro una verdad. No niegue la conciencia lo que dice la lengua, y porque esto
mismo de tener en Dios el corazón es dádiva del cielo y no fruto de vuestras
fuerzas, el sacerdote prosigue diciendo: ‘Demos gracias al Señor nuestro Dios’.
¿Por qué darle gracias? Porque tenemos arriba el corazón, y si Él no nos
hubiera levantado, yaceríamos por tierra” (Serm. 229B,3).
4.
Como en el cielo los ángeles y los santos adoran a Dios, y constantemente le
dan gracias, así nosotros en la Santa Misa
no cesamos de dar gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su
misericordia (cf. Sal 117).
En
el cielo resuena constantemente: “Gracias te damos, Señor, Dios omnipotente, el
que eras y el que eras” (Ap 11,16-17). Los veinticuatro ancianos (Ap 4) dan
gracias por la creación, la redención y el establecimiento del reinado de Dios
y de su Cristo: “Eres digno, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el
honor y el poder…” (AP 4,11).
La
vida creyente es un constante dar gracias a Dios, reconociendo sus obras, su
salvación y su gracia: “Te doy gracias, Señor, de todo corazón” (Sal 137);
“¿cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la
salvación… Te ofreceré un sacrificio de alabanza” (Sal 115). ¡Cuántos salmos
dan gracias e invitan a dar gracias constantemente a Dios!
Esta
acción de gracias se proclama en la
Misa en el prefacio, la primera parte de la plegaria
eucarística. Levantamos el corazón al Señor para darle gracias debidamente, con
devoción y recogimiento, sabiendo que es justo y necesario reconocer sus
beneficios y cantar su gloria.
El
papa Benedicto XVI también, mistagógicamente, nos llevó a una mayor profundidad
al considerar este diálogo: “Tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría eucarística
durante la cual el Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige la
invitación: “Sursum corda – levantemos el corazón”. Según la concepción
bíblica y la visión de los Santos Padres, el corazón es ese centro del hombre
en el que se unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el cuerpo y el
alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace
espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen en el conocimiento
de Dios y en el amor por Él. Este “corazón” debe ser elevado. Pero repito:
nosotros solos somos demasiado débiles para elevar nuestro corazón hasta
la altura de Dios. No somos capaces. Precisamente la soberbia de querer hacerlo
solos nos derrumba y nos aleja de Dios. Dios mismo debe elevarnos, y esto es lo
que Cristo comenzó en la cruz. Él ha descendido hasta la extrema bajeza de la
existencia humana, para elevarnos hacia Él, hacia el Dios vivo. Se ha hecho
humilde, dice hoy la segunda lectura. Solamente así nuestra soberbia podía ser
superada: la humildad de Dios es la forma extrema de su amor, y este amor
humilde atrae hacia lo alto” (Hom. en el Domingo de Ramos, 17-abril-2011).
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