Aceptando el lenguaje usual de "comunidad cristiana", que es muy genérico desde luego, podemos ver los rasgos concretos que cualquier comunidad posee para ser parte de la Gran Iglesia, de la Católica.
Toda comunidad cristiana no parte de un hecho asociativo, de un grupo que se da a sí mismo una forma, unas leyes, unos estatutos y un fin. No, no es un club, un grupo humano, una asociación del mundo.
La comunidad cristiana nace del Misterio pascual de Jesucristo; la Iglesia nace de la Pascua. Al anunciarse el kerygma, se forma la comunidad cristiana de los redimidos por la Cruz y Resurrección de Jesucristo.
Partamos de un texto paulino:
Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba,
donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de
arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida esté con
Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces
también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria. En consecuencia,
dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza,
la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría.
No sigáis engañándoos unos a otros. Despojaos del hombre viejo, con sus
obras, y revestíos del nuevo, que se va renovando como imagen de su Creador,
hasta llegar a conocerlo. En este orden nuevo no hay distinción entre judíos y
gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres,
porque Cristo es la síntesis de todo y está en todos (Col 3, 1-5. 9-11).
La
primitiva Iglesia tuvo una experiencia fundante y original. Experimentó la fuerza
decisiva del Resucitado, nació a la luz de la Pascua del Señor. Entremos en
esta vida, recuperando la frescura, la originalidad, la novedad de vida de
Pascua que crea la Iglesia. O dicho de otra forma, renovar y renovarnos, volver
a los orígenes, hallar la fuente de la vida eclesial.
La
persona, el cristiano es otro. Ha experimentado en su vida la fuerza del
Resucitado y ha transformado todo su ser. El Bautismo ha sido la semilla de una
existencia nueva. La Carta a los Colosenses lo expresa con fuerza. Resucitar
con Cristo implica una novedad de vida, abandonar el hombre viejo, caduco, y
nacer al hombre nuevo. Por eso se mortifican los miembros terrenos y se arranca
del corazón la avaricia, los deseos de la lujuria y de la carne, la posesividad
referente a las personas; se deja la ira, la indignación, la maldad, la
codicia, la crítica.
Pero todo esto sin engañarse: nunca estamos convertidos
del todo, nunca alcanzamos la imagen de Cristo, el Señor. Hay que morir día a
día para resucitar con Jesucristo a una existencia nueva. No podemos permanecer
igual. Sentir al Resucitado, experimentar su presencia y su gracia, transforman
y cambian la vida.
El
que no cambia está muerto.
El
que camina está vivo.
Los
primeros cristianos tenían siempre muy presente este cambio y renovación
constante de su vida. Buscaban al Señor, progresaban en su vida cristiana,
personal y comunitaria.
La
predicación apostólica tenía una gran fuerza. Los apóstoles, todos los
discípulos, los bautizados, tenían un mismo y único mensaje, un único anuncio:
“Cristo murió por nuestros pecados, pero Dios lo resucitó de entre los muertos
y lo hizo Señor. Arrepiéntete de tus pecados, conviértete y cree en el
Evangelio”.
El día de Pentecostés se presentó Pedro con los Once, levantó la voz y
dirigió la palabra: Escuchadme, israelitas: Os hablo de Jesús Nazareno, el
hombre que Dios acreditó ante vosotros realizando por su medio los milagros,
signos y prodigios que conocéis. Conforme al plan previsto y sancionado por
Dios, os lo entregaron, y vosotros, por mano de paganos, lo matasteis en una
cruz. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible
que la muerte lo retuviera bajo su dominio, pues David dice:
Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por
eso se me alegra el corazón, exulta mi lengua y mi carne descansa esperanzada.
Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la
corrupción. Me has enseñado el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu
presencia.
Hermanos, permitidme hablaros con franqueza: el patriarca David murió y
lo enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de hoy. Pero era profeta
y sabía que Dios le había prometido sentar en su trono a un descendiente suyo;
cuando dijo que ‘no lo entregaría a la muerte y que su carne no conocería la
corrupción, hablaba del Mesías, previendo su resurrección’. Pues bien, Dios
resucitó a este Jesús y todos nosotros somos testigos. Ahora, exaltado por la
diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido,
y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo.
Todo Israel esté cierto de que al mismo Jesús, a
quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías”. Estas
palabras les traspasaron el corazón y preguntaron a Pedro y a los demás
apóstoles: ‘¿Qué tenemos que hacer, hermanos?’ Pedro les contestó: ‘Convertíos
y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados,
y recibiréis el Espíritu Santo’. (Hch 2, 14. 22-33.36-38).
¿Cómo
es posible una difusión tan rápida del cristianismo?
Estaban
abiertos los discípulos al Espíritu, no había prejuicios, ni desconfianzas, ni
indiferencia ni apatía; reciben el mensaje de la Resurrección, el Kerygma, se
transforman y lo anuncian abiertamente.
En las plazas, en las sinagogas, se
anuncia a Jesucristo. Por las vías romanas, en las cárceles, en las tiendas, en
las ciudades portuarias (por la facilidad del tráfico y la movilidad), el que
era cristiano hacía un apostolado personal: persona a persona, boca a boca, se
anunciaba el Evangelio. Se anunciaba a la propia familia (esposo o mujer,
hijos), sin reparos ni falsos temores; se anunciaba a amigos y conocidos,
abiertamente, se evangelizaba. Anunciar al Resucitado, proclamar el kerygma.
Este anuncio se hace por ósmosis, por un contagio vital que brota de la palabra
y de la vida, de la existencia transformada del que predica. El kerygma
anunciado con la fuerza de la vida transformada impregnaba todo como aceite
derramado.
¿Qué
anunciamos nosotros? ¿El kerygma o a nosotros mismos? ¿Qué hay que ser buenos o
que hay que convertirse al Señor, transformar la vida según el Evangelio y
seguirle en la Iglesia? ¿Anunciamos una ética, una forma de comportarse o
incluso una forma particular de entender la Iglesia o el gozo del Resucitado
que crea y modela la Iglesia?
Es
urgente –y así se lo deberíamos suplicar al Señor- recuperar la fuerza y la
originalidad del Evangelio, dejándonos transformar por el kerygma, viviendo la
Pascua del Señor y, por tanto, convertirnos en auténticos evangelizadores que
hablen de Cristo Resucitado y de su Evangelio, acompañados del testimonio de la
propia vida, transformada, iluminada, que sigue al Señor en su Iglesia.
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