miércoles, 27 de octubre de 2021

La caridad, virtud teologal (y III)


5. El último grado del amor, el amor a los enemigos, como Cristo en la cruz perdonó (Lc 23,34) y como Él nos enseñó en el Padrenuestro (Mt 6,12). 

El amor a los enemigos, a los que nos han hecho daño, a los que nos han perseguido es la piedra de toque de la verdadera virtud de la caridad. 



Amar a los enemigos es perdonar y olvidar (o desear y tratar de olvidar) el daño recibido; es orar por ellos pidiendo la bendición de Dios (cf. Mt 5,44) y hacerles el bien si nos necesitan (Rm 12,20) sin albergar odio, ni rencor, ni resentimiento. 

¿Hasta siete veces? “Hasta setenta veces siete” (Mt 18,29), es decir, siempre, ilimitadamente.

Este amor a los enemigos, fruto de saberse amado por Dios aunque le seamos infieles, es un acto de la voluntad de hacer el bien, prestar un servicio, orar, desear lo mejor para nuestros enemigos. Pudiera confundirse este amor a los enemigos con el campo afectivo, y pensar que amar a los enemigos es tener sentimientos de cariño y afecto. Al no brotar este sentimiento sentimos que somos hipócritas, que no llegamos a amar al enemigo. Pero el amor cristiano va más allá de la sensibilidad y de los afectos sensibles, del sentimiento: amar es entregarse, amar es hacer el bien a los enemigos aun cuando no haya sentimientos agradables e incluso se pueda sentir repulsión. Por encima de esto, está la voluntad humana, movida por la gracia y por ella auxiliada, para tratar bien a quien nos ha hecho daño, perdonarlo, ayudarle, orar por él. “Así seréis hijos de vuestro Padre del cielo...” (Mt 5,45).

 
6. Amar a Dios sobre todas las cosas, luego el amor a uno mismo, en tercer lugar el amor al prójimo y el cuarto grado, el amor a los enemigos: ésta es la virtud de la caridad teologal.

Hay un punto crucial en la vida espiritual: ordenar el amor, guardar el orden en el amor. No es que no amemos nada, pues todo el mundo ama algo, es que tengamos ordenada la caridad en nuestro corazón, y no permitamos que nuestra alma se pierda por afectos desordenados, apegos, ataduras; para ello se ordena el amor con el trato de oración con el Señor, los sacramentos, el examen de conciencia y el conocimiento interior de uno mismo. Ama mediante las obras buenas. Ejercítate en el amor, sin buscarte a ti mismo.


Es la enseñanza, ¡tan realista!, de san Agustín cuando escribe:


“Vive justa y santamente aquel que sabe dar el justo valor a cada cosa. Tendrá un amor ordenado el que no ame lo que no se debe amar, ni deje de amar lo que se debe amar, ni ame más lo que se debe amar menos, ni ame igualmente lo que se debe amar más o menos, ni ame menos o más lo que se debe amar con igualdad” (De doct. christ. 1,25).


“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti mismo”. Con una oración de la liturgia pidamos insistentemente al Señor: “infunde tu amor en nuestros corazones, para que amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar tus promesas que superan todo deseo”  (OC Dom. XX T. Ord.).


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