5. El último grado del amor, el amor a los enemigos, como Cristo en
la cruz perdonó (Lc
23,34) y como Él nos enseñó en el Padrenuestro (Mt 6,12).
El
amor a los enemigos, a los que nos han hecho daño, a los que nos han perseguido
es la piedra de toque de la verdadera virtud de la caridad.
Amar a los enemigos
es perdonar y olvidar (o desear y tratar de olvidar) el daño recibido; es orar
por ellos pidiendo la bendición de Dios (cf. Mt 5,44) y hacerles
el bien si nos necesitan (Rm
12,20) sin albergar odio, ni rencor, ni resentimiento.
¿Hasta siete veces? “Hasta setenta veces
siete” (Mt 18,29), es decir, siempre, ilimitadamente.
Este amor a los enemigos, fruto de saberse amado por Dios aunque le seamos
infieles, es un acto de la voluntad de hacer el bien, prestar un servicio,
orar, desear lo mejor para nuestros enemigos. Pudiera confundirse este amor a
los enemigos con el campo afectivo, y pensar que amar a los enemigos es tener
sentimientos de cariño y afecto. Al no brotar este sentimiento sentimos que
somos hipócritas, que no llegamos a amar al enemigo. Pero el amor cristiano va
más allá de la sensibilidad y de los afectos sensibles, del sentimiento: amar
es entregarse, amar es hacer el bien a los enemigos aun cuando no haya
sentimientos agradables e incluso se pueda sentir repulsión. Por encima de
esto, está la voluntad humana, movida por la gracia y por ella auxiliada, para
tratar bien a quien nos ha hecho daño, perdonarlo, ayudarle, orar por él. “Así seréis hijos de vuestro Padre del
cielo...” (Mt 5,45).
6. Amar a Dios sobre todas las cosas, luego el amor a uno mismo, en
tercer lugar el amor al prójimo y el cuarto grado, el amor a los enemigos: ésta
es la virtud de la caridad teologal.
Hay un punto crucial en la vida espiritual: ordenar el amor, guardar
el orden en el amor. No es que no amemos nada, pues todo el mundo ama algo, es
que tengamos ordenada la caridad en nuestro corazón, y no permitamos que
nuestra alma se pierda por afectos desordenados, apegos, ataduras; para ello se
ordena el amor con el trato de oración con el Señor, los sacramentos, el examen
de conciencia y el conocimiento interior de uno mismo. Ama mediante las obras
buenas. Ejercítate en el amor, sin buscarte a ti mismo.
Es la enseñanza, ¡tan realista!, de san Agustín cuando escribe:
“Vive justa y santamente aquel que sabe dar el justo valor a cada cosa. Tendrá un amor ordenado el que no ame lo que no se debe amar, ni deje de amar lo que se debe amar, ni ame más lo que se debe amar menos, ni ame igualmente lo que se debe amar más o menos, ni ame menos o más lo que se debe amar con igualdad” (De doct. christ. 1,25).
“Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas y al prójimo como a
ti mismo”. Con una oración de la liturgia pidamos
insistentemente al Señor: “infunde tu amor en nuestros corazones, para que
amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar tus promesas que
superan todo deseo” (OC Dom. XX T. Ord.).
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