Para poder hablar de la
Iglesia con un lenguaje de fe, la mejor categoría de pensamiento
es la de “Misterio”. La
Iglesia es un Misterio, un signo del Amor de Dios, un pueblo
reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu, que es ya
un anticipo y germen del Reino de Dios; es el pueblo cristiano, el Templo del
Dios vivo, el Cuerpo místico de Cristo, la Esposa del Señor, la viña santa, el nuevo y
verdadero Israel.
¡Cuántas imágenes de la Iglesia encontramos en las Escrituras!, porque
ningún nombre, ninguna imagen bíblica, agota el Misterio de la Iglesia. No sólo es
Cuerpo de Cristo ni sólo es Pueblo de Dios ni sólo Esposa del Señor... lo es
todo a la vez, y lo supera: es un Misterio que comunica la salvación de Dios,
que prolonga la acción y la presencia del Resucitado entre los hombres. En
palabras de De Lubac:
“El misterio de la Iglesia es un resumen de todo el Misterio. Es por excelencia nuestro propio misterio. Nos abraza por completo. Nos rodea por todas partes, ya que Dios nos ve y nos ama en su Iglesia, ya que en ella es donde Él nos quiere y donde nosotros le encontramos, y en ella es donde también nosotros nos adherimos a Él y donde Él nos hace felices”. “La Iglesia, que brotó del Costado herido de Cristo en el Calvario y se templó en el Fuego de Pentecostés, avanza como un río y como una llama. Ella nos envuelve a su paso para hacer manar en nosotros nuevas fuentes de agua viva y para encender una nueva llama. La Iglesia es una institución que perdura en virtud de la fuerza divina que ha recibido de su Fundador. Más que una institución, es una Vida que se comunica. Ella pone el sello de la Unidad sobre todos los hijos que Dios reúne” (Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1988, pp. 46 y 53).
Así se entiende,
aunque para algunos les resulte casi escandaloso, la doble dimensión de la Iglesia, humana y divina,
visible e invisible, jerárquica y carismática. El Concilio Vaticano II lo explicará
claramente, y de ahí habrá que deducir todas las consecuencias prácticas,
concretas y espirituales para vivir, amar y sentir con la Iglesia. Dice la Lumen Gentium:
“Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos. Mas la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino. Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo” (LG 8).
Esta doble cualidad de la Iglesia-Misterio
influye en su ser y se expresa en su acción, y todo debe estar integrado sin
seleccionar partes de la vida y misión de la Iglesia: la catequesis y la caridad, la liturgia
y la atención a los pobres y enfermos, la adoración a Dios y la creación de la
cultura, la espiritualidad y la dimensión pública y social; elementos todos que
deben darse para que sea la
Iglesia del Señor. El Concilio Vaticano II lo afirmaba así:
“Es característico de la Iglesia ser, a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina, y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad futura que buscamos” (SC 2).
La
Iglesia-Misterio es del Señor, “creación” del Señor que así
la quiso y la constituyó. Eligió a Pedro como cabeza y vínculo de comunión y el
grupo apostólico como pastores que reciben la potestad de atar y desatar
comunicándoles el Espíritu Santo para que prolonguen su misión de redención y
evangelización. Otorgó a la
Iglesia los sacramentos que son cauce de santificación y vida
divina; entregó su doctrina, la revelación, prometiendo que el Espíritu les
ayudaría a entender, actualizar y deducir todas las riquezas de este depósito
de la fe.
La Iglesia
es del Señor, recibe su forma, su constitución, del Señor, sin que se convierta
en una agregación asamblearia, en un grupo privado, que surge de la libre
voluntad de los creyentes que puedan crear o inventar una Iglesia a su gusto,
adaptada, contaminada más bien, por las tendencias y modas de cada momento y
como si todo fuese por el gusto de la mayoría, preocupados únicamente en
“modernizar” la Iglesia
para adaptarla, como sal que ya no diese sabor, al mundo.
Ratzinger lo ha analizado muchas veces con palabras
certeras que vale la pena reflexionar:
“Para los católicos la Iglesia está compuesta por
hombres que conforman la dimensión exterior de aquella; pero, detrás de esta
dimensión, las estructuras fundamentales son queridas por Dios mismo y, por lo
tanto, son intangibles. Detrás de la fachada humana está el misterio de una realidad suprahumana sobre la que no se puede en absoluto intervenir ni el
reformador, ni el sociólogo, ni el organizador. Si, por el contrario, la Iglesia se mira únicamente
como mera construcción humana, como obra nuestra, también los contenidos de la
fe terminan por hacerse arbitrarios: la fe no tiene ya un instrumento
auténtico, plenamente garantizado, por medio del cual expresarse. De este modo,
sin una visión sobrenatural, y no
sólo sociológica, del misterio de la Iglesia, la misma cristología
pierde su referencia a lo Divino: una estructura puramente humana acaba siempre
en proyecto humano. El Evangelio viene a ser entonces el “proyecto-Jesús”, el
proyecto liberación-social, u otros proyectos meramente históricos, inmanentes,
que pueden incluso parecer religiosos, pero que sean ateos en realidad...”
(Informe sobre la fe, Madrid 1985, p. 54).
Y también:
“Se afirma que nadie debe ser ya receptor pasivo de los dones que hacen ser cristiano. Al contrario, todos han de convertirse en agentes activos de la vida cristiana. La Iglesia no debe ya bajar de lo alto. ¡No! Somos nosotros quienes “hacemos” la Iglesia, y la hacemos siempre nueva. Así se convertirá finalmente en “nuestra” Iglesia, y nosotros en sujetos activos suyos responsables. El aspecto pasivo cede al activo. La Iglesia surge a través de discusiones, acuerdo y decisiones. En el debate aflora lo que todavía hoy puede exigirse, lo que todavía puede ser reconocido por todos como perteneciente a la fe o como línea moral directora. Se acuñan nuevas “fórmulas de fe” abreviadas... Sin embargo, más importante para nuestra cuestión es un problema general. Todo lo que hacen los hombres puede ser anulado por otro. Todo lo que proviene de un gesto humano puede no agradar a otros. Todo lo que una mayoría decide puede ser abrogado por otra mayoría. Una Iglesia que descanse en las decisiones de una mayoría se convierte en una Iglesia puramente humana. Queda reducida al nivel de lo factible y plausible, de lo que es fruto de la propia acción y de las intuiciones y opiniones propias. La opinión sustituye a la fe” (RATZINGER, La Iglesia, Madrid 1992, pp. 82-83).
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