1. El catolicismo cobra toda su luz,
su fuerza, del Misterio de Dios, y “Dios
es amor” (1Jn 4,8); es entonces cuando descubrimos lo original y específico del
Evangelio: el amor; a la vez cuando descubrimos la realidad de lo que se vive
en la Iglesia:
el amor a Dios, el amor a los hermanos, el amor a la humanidad, constituyéndose
el catolicismo en una religión del amor, de la caridad y la Iglesia, una comunidad de
amor, un icono del amor de la
Trinidad.
La máxima ley, el mayor mandato, es el mandamiento
nuevo: “amaos unos a otros como yo os he
amado” (Jn 13,34), y el principal mandamiento proclamado por Cristo, aquel mandamiento
que sostiene la ley entera y los profetas, es: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con
todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-40).
Con el
amor lo somos todo, sin el amor nada que hagamos nos sirve.
2. El amor es una virtud teologal;
proviene de Dios que “la ha derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5) y
tiene por objeto último y pleno a Dios.
Es el Señor quien infunde su amor en
nosotros para que sepamos amarle; para que, con amor, busquemos el rostro del
Dios vivo y vivamos en su amor, en unión de amor con el Señor, en trato de
amistad. “En esto consiste el amor: no en
que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó primero” (1Jn 4,10).
Recibiendo su amor en nuestra vida, Él va infundiendo la caridad sincera en
nuestra alma para que le amemos con un amor de totalidad, le amemos
apasionadamente, le rindamos nuestro corazón, vivamos sólo para Él pues Él nos
amó sin que lo mereciéramos y entregó a su Hijo para darnos vida (cf. Jn 3,16). Es el amor de Dios en nuestra vida lo mejor y más maravilloso que
ha podido ocurrirnos, y “¿quién nos
separará del amor de Dios?” (Rm 8,31).
Es el amor de Dios la realidad
más firme y sólida que poseemos, aunque muchas veces no lo sintamos en nuestra
sensibilidad ni lo descubramos cuando aparece la cruz o la adversidad; no
obstante, ni la muerte, ni la vida, ni la tribulación, ni la angustia, ni la
desnudez, ni criatura alguna nos podrán separar del amor de Dios manifestado en
Cristo Jesús.
Es manifiesta la realidad del Amor
de Dios en nuestras vidas. Nuestra pequeñez hace que nos desviemos, que le
seamos infieles en nuestro amor, sin embargo, Él continúa pronunciando palabras
de amor a nuestra alma y sigue realizando lo que anunciaba el profeta Oseas: “la llevaré al desierto y le hablaré al
corazón” (2,16).
Dios quiere y busca que le entreguemos nuestro corazón, aunque es pequeño,
frágil y fácilmente se apega a las criaturas olvidándose de su Creador. Él nos
quiere a nosotros, no nuestras cosas. Por la virtud teologal de la caridad
aprendemos a amar a Dios, vamos amándole cada vez más, como al único digno
realmente de ser amado.
¡Cuántas veces diremos al Señor como
S. Bernardo (In Cant.
20): “te amo cuanto puedo”! Y es que experimentamos tanta
debilidad que somos conscientes de que no acabamos de entregarnos, no le amamos
todo lo que quisiéramos y todo lo que correspondería a tanto amor de Dios en
nosotros.
Digámosle entonces: “te amo cuanto puedo”, y con santa Teresa del
Niño Jesús, que nuestra petición sea: “préstame, Señor, tu amor para poder
amarte”.
Que nuestro deseo sea amar
plenamente a Dios. ¿Cómo? Con todo el corazón, entregándole toda nuestra capacidad
de amar; con toda la mente, la inteligencia, descubriendo su amor en todo, sin
dudar de Él; con todas las fuerzas, venciendo las tendencias contrarias a Dios
en nuestro corazón, amarle con pasión, con ardor y todo –en nuestra vida,
matrimonio, comunidad, trabajo- todo esté subordinado y en función de poder
amar a Dios. ¡Sólo Dios!, porque “amor con amor se paga” (Sta. Teresa), al Amor de Dios sólo se le puede “pagar”, corresponder, con todo
nuestro amor.
Es el amor, dirá San Agustín,
nuestro peso, nuestro centro de gravedad, que nos arrastra hacia lo interior de
nuestro corazón donde mora la
Trinidad y allí, en lo interior del alma, “estarse amando” al
Señor muy Amado. Es el amor, siguiendo con San Agustín, el modo y el camino más
excelente para elevarnos sobre todo y unirnos a Dios: “sube hasta Dios;
amándolo subes; cuanto más amas, más subes” (Enar. in Ps. 83,10). Así
amando nos elevamos sobre todas las cosas, nos trascendemos, vamos realizando
nuestra vocación de santidad.
Si cada hombre es lo que ama, y uno
se transforma a semejanza de lo amado, ama a Dios para que seas divinizado; ama
al Espíritu, para ser espiritual; no ames lo terreno para no convertirte en
terrenal; no ames lo del mundo y sus pasiones, para no ser mundano.
Ama a Dios
y quedarás transformado; ámale por encima de todo y de todas las cosas, pues
toda la capacidad de amor de un alma sólo queda satisfecha, radiante de
plenitud, cuando ama a Dios. ¿Acaso hay una medida para el amor, un límite?
La
medida del amor es el amor sin medida, y pues Dios es amor e infunde en
nosotros su amor, ámale sin medida, ámale sobre todas las cosas. En todas las
cosas creadas, toda la realidad, la historia, la redención, todo habla de amor
de Dios y reclama el amor a Dios.
Uno vive, no donde habita, sino
donde ama. En efecto, si hay una persona amada que no está presente, está
lejos, el corazón está con ella, no en el propio hogar, y es que donde está tu
tesoro, allí estará tu corazón. Ama a Dios para que vivas en Dios, y desde Dios
puedas amar en todo y a todos. “Nada antepongas al amor de Cristo” (S. Benito, Regla, c. 72). Lo que estorbe o dificulte tu amor a Dios arráncalo lejos de ti;
aprovecha, como un don de Dios, todas aquellas personas o cosas que te ayudan y
te elevan a Dios, así le estarás amando con todo tu corazón sobre todas las
cosas. No te detengas en estas cosas que te ayudan, elévate sobre ellas y
abraza con amor al Dios Amor. Así la recompensa del amor es el amor mismo; la
recompensa de amar a Dios es el amor mismo de Dios (cf. S. Agustín, Serm. 165,4).
Estas realidades trascendentes, sobrenaturales, son las únicas
capaces de responder plenamente la sed de amor de toda alma humana.
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