domingo, 12 de septiembre de 2010

Presencia de Dios entre los hombres (I)


Tú dijiste: “Todo está cumplido”; e inclinaste la cabeza en silencio.
Había terminado tu peregrinación en la tierra,

a la derecha de tu Padre estaba el trono de la gloria

preparado desde el comienzo, y tú subiste a él.


Sin embargo, no te has separado de la tierra.

Con ella te desposaste para todos los tiempos,

desde que bajaste de las alturas del cielo
hasta lo más bajo.
Tú, buen Pastor, amabas ya a los tuyos

como nunca un corazón humano ha amado en la tierra,

y no quisiste dejar huérfanos a los hijos,

construiste en medio de ellas tu tienda

y es tu gozo permanecer aquí.


Así quedarás hasta el final de los tiempos:

tu sangre que has derramado para los tuyos abundantemente,
debe servirles la bebida de la vida,
y tú la ofreces cada nueva mañana.
Cada mañana el repicar de las campanas llama

por todas las calles e invita al banquete de bodas.


Los hombres se apresuran mudos y andan a prisa por los callejones,

el sonido alcanza sus oídos pero no su corazón.

Sólo un pequeño grupo de fieles corderitos escucha la voz del pastor.

Con alegría oculta siguen la llamada

a la tienda santa, a la mesa que has preparado.


Sus ojos no se sacian de ver el sublime espectáculo,
en el que se renueva diariamente lo que es el sentido y fin de todo el acontecer del mundo;
ahí fuera se desencadenan tormentas y luchas horrorosas.

El abismo ha sido abierto,

y los animales han subido del profundo

y combaten poderosamente

para el dominio del gran dragón.

 
(Edith Stein, Tabernaculum Dei cum hominibus, 25-mayo-1937,
en Obras completas, vol. 5, Burgos 2004, p. 777).

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