Para
nosotros, peregrinos, que combatimos en el mundo, un santo es una referencia
clara de lo que somos, de lo que estamos llamados a ser, una llamada al
radicalismo evangélico y al primado de la gracia, una esperanza de que vivir
así es posible, un aliento en nuestras horas bajas, una señal indicativa para
unirnos más a Cristo. ¡Todo eso es un santo para nosotros!
A
un santo hay que valorarlo no desde el plano devocional, sino desde el plano
teológico: la teología nos da las claves de la santidad, nos descubre el
Misterio; lo devocional sólo mira a la intercesión de tal o cual santo, más
milagroso o protector de determinadas causas.
Los
santos son hombres de vida densa y rica, concretos, definidos, realmente
fascinantes cuando se les conoce… Son un exponente de cómo la vida sólo tiene
sentido en una existencia realizada con espíritu cristiano, vivida con Cristo
en Dios. Los santos, cada santo, son una alternativa evangélica para vivir de
un modo distinto, modo que realmente responde al deseo profundo del corazón.
Necesitamos
santos. La gran necesidad de la Iglesia y del mundo es tener santos. “El
creyente moderno, en busca de su identidad, empieza a vislumbrar que en el
santo se encuentran encarnadas sus aspiraciones más hondas de un cristianismo
auténtico y sin fisuras. Y es que lo esencial de los santos estriba en que no
se les puede refutar. El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los
testigos que a los maestros. Estamos harto de ideologías y precisamos signos
vitales de orientación” (Camarero Cuñado, J., La figura del santo en la Liturgia Hispánica, Salamanca-Madrid
1982, 25).
El
santo es una referencia cierta, un signo, una luz puesta en lo alto. Es una
encarnación real del evangelio; no son ideas, ni palabras o discursos, sino
encarnaciones, concreciones vitales, con tanta fuerza que transforma el mundo a
su alrededor, que engendran belleza y bien allí donde estén.
Pero
la naturaleza del santo no hay que buscarla en el orden ético o moral, en el
buenismo, etc. No es que sean mejores que los demás, más puros que los otros,
de unas cualidades o naturaleza superior. La naturaleza del santo está en el
nivel más profundo, metafísico, y radica en la unión permanente con Cristo que
los ha transformado. ¡Sólo en Cristo descubrimos la naturaleza del santo!, o en
el ideal ético, o en la bondad moral, o en el compromiso solidario. “Cristo es
la fuerza magnética que integra todo el quehacer del santo, su única regla y
modelo. Por él ora, sufre, se sacrifica, muere. Y aquí se revela además otra
dimensión tan recalcada por la psicología de hoy, a saber, es la persona, la
figura del santo como testigo bien individualizado lo que nos habla directamente”
(Id., 451).
Los
santos, ante nosotros, nos recuerdan la belleza del cristianismo vivido, la
capacidad de transformación de la gracia, la identificación profunda con
Cristo, señalándonos el camino a nosotros. Al mirar el fenómeno maravilloso de
la santidad, al tratar con un santo y conocerlo palpamos la fuerza del Misterio
en lo concreto de una persona, sintiéndonos cuestionados, interpelados.
Así
vemos que “santo es tanto como cristiano en plenitud, el desarrollo de todas
las virtualidades cristianas. Desde aquí, el cauce que se ofrece para presentar
al santo como hombre realizado, modelo eternamente válido, como el hombre de
siempre con una respuesta para el hoy es inmensa” (Id., 452).
El
santo es el evangelio vivido. El santo es la obra hermosa y acabada de la
gracia, una verdadera obra de arte. El santo es concreción del Misterio. El
santo es la respuesta de Dios a los problemas y desafíos de cada época. El
santo es el hombre realizado, maduro.
Todas
éstas son dimensiones y aspectos de la santidad y por eso se vuelve tan
atrayente, tan fascinante, para nosotros. Nos animan. Nos exhortan. Nos señalan
nuestro futuro si dejamos, como ellos, obrar en nosotros las maravillas de
Dios.
Dimensiones, las del blog. Vaya tamaño de letra. Abrazos fraternos.
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