5. Pero la fe queda incompleta si se
reduce sólo a la entrega confiada y a saber interpretar y mirarlo todo con los
ojos de Dios; hay que añadir que la fe es aceptación y profesión de la fe
católica, de la Verdad
revelada. Tiene, pues, un contenido dogmático, de recta Verdad.
Lo más razonable, lo que mejor se
acomoda al espíritu humano y su inteligencia, es la fe. Ésta no es algo
irracional, ni mágico. La fe, por ser lo más razonable para el hombre, puede
ser pensada, formulada; se puede indagar: ésta es la tarea de la teología, esto
es algo irrenunciable al hombre: pensar y comprender la fe. Predicaba S.
Agustín: “cree para entender; entiende para creer”.
La razón y la fe, dice Juan
Pablo II, son las dos alas del espíritu humano para comprender la Verdad. La fe tiene que
ser pensada, estudiada, ¡es la fe misma la que lo pide!, sabiendo siempre que
de Dios podemos conocer muchas cosas, pero siempre serán más las que no conozcamos,
porque estamos ante el Misterio que es siempre mayor que nosotros y nuestra
inteligencia.
La fe ilumina la inteligencia en este camino, pero sabiendo
siempre que Dios es mayor y si pensamos la fe –la teología lo hace- es para
amar y adorar más a Dios.
De ahí nace la necesidad de
comprender y conocer mejor el Misterio de la fe: el recurso a la lectura, la
formación, el estudio y uno de los mejores instrumentos es el Catecismo de la Iglesia Católica.
A él los católicos deben acudir, manejarlo, profundizar en la fe que han
recibido. O, lo que es lo mismo, ir conociendo la Verdad de nuestra fe. Es
una tarea que no acaba nunca, ni depende de la edad.
El Credo supone la formulación
exacta de la fe en breves artículos. Es el signo, el símbolo de la fe. La fe,
como tal, abarca todo el conjunto, recibiendo la Verdad.
La selección,
el coger y aceptar unas cosas y otras rechazarlas, el sustituir la Verdad por opiniones, o el
coger cosas contradictorias (por ejemplo, creer en la resurrección de Cristo y
“creer” en la reencarnación) es destruir la fe, apartarse de la fe católica. O,
en el mismo plano, decir que se cree en Dios, pero no en la Iglesia, es una afirmación
que revela la confusión doctrinal, lo parcial e incompleto de esa fe.
En materia de doctrina hemos de
tener mucha claridad, fiel a lo que la Iglesia enseña, y recibir la fe en su pureza,
íntegra. La Carta
a los Hebreos ya advertía a los cristianos: “Jesucristo
es el mismo ayer y hoy y siempre. No os dejéis arrastrar por doctrinas
complicadas y extrañas” (Hb
13,8-9). La exhortación paulina constante es “guardar íntegro el depósito de la fe” (cf. 1Tm 6,20; 2Tm 1,12.14). Y la Iglesia,
Maestra y Madre, es la que recibe el depósito de la fe, tiene el carisma de la
enseñanza y es la que puede interpretar.
6. Esta fe se va haciendo carne en
el alma del creyente. ¿Cómo actúa la fe? “La
fe actúa por el amor” (Gal
5,6). Entonces la fe deja de peligrar: ya no será una idea,
unas creencias; tampoco será un sentimiento, una emoción subjetiva. La fe –tal
como la venimos describiendo- se hace vida, opera por el amor, se vuelve
actuación. Según se cree, así se vive y así serán las obras.
Ahora bien, la fe
católica actúa por el amor. El criterio siempre serán las obras, nuestro
actuar: aquí está entonces la reflexión de la carta del apóstol Santiago: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien
diga: “Tengo fe”, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Porque así
como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está
muerta” (St 2,14.26). El Señor mismo en el Evangelio lo señalaba: “No hay árbol bueno que dé fruto malo y, al revés, no hay árbol malo
que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto” (Lc 6,43-44a). Las obras, la vida, serán las que den la señal de la fe.
¿Cuáles son estas obras según el
Espíritu? San Pablo dice: “amor, alegría,
paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gal 5,22).
¿Cuáles son estas obras? Las que Cristo señala al hablar del juicio (Mt 25,31ss), las obras de misericordia: “dar
de comer al hambriento y al sediento de beber; acoger al forastero; vestir al
desnudo; acompañar y visitar al que está enfermo o en la cárcel”.
Por el contrario, las obras de la
carne, tan lejos de la fe, que a veces brotan en nuestro corazón pero podemos,
con la Gracia,
vencer. Estas obras son: “fornicación,
impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras,
rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas
semejantes” (Gal
5,19-21).
La fe sin obras está muerta. La fe
reducida a unos rezos, pero luego viviendo como vive el mundo y con los criterios
del mundo, es un cadáver. La fe que sabe de verdades pero luego no inciden en
la vida se convierten en ideología. Vivir según la fe es nuestro deseo. Señor, “creo, pero ayuda mi fe”.
7. Para terminar, la fe se hace
apostolado, evangelización. Su raíz está clara: la fe es eclesial, se vive y se
da en la Iglesia,
que se concreta en la parroquia, y queremos que muchos otros vivan y participen
de la fe de la Iglesia,
se unan a nosotros.
Todo apostolado, toda evangelización es para aumentar el
número de los creyentes que se agregan a la Iglesia.
Nuestro
mayor tesoro es Jesucristo, el encontrar a Cristo y que sea nuestro centro,
nuestra unidad, nuestro ideal, nuestra belleza; pero no es un tesoro para
nosotros; el celo por el Evangelio, por la gloria de Dios nos impulsa a que
muchos otros conozcan, amen y sigan a Cristo en su Iglesia. Esto es lo que hace
que la fe conlleve el apostolado y la evangelización. ¡Ser apóstoles!, porque,
enseña Juan Pablo II, “¡la fe se fortalece dándola!” (en la encíclica Redemptoris missio).
Aquí en favor del apostolado, y la
evangelización, que los enfermos ofrezcan sus dolores al Señor; aquí, que todos
oren para que el Evangelio se siga propagando y la Iglesia crezca; aquí la
tarea de evangelización en el primer campo propio de los laicos, la familia;
aquí la palabra y el testimonio ante amigos, vecinos y compañeros de trabajo.
Aquí la perseverancia en ganar almas para Cristo, un consejo en un momento
oportuno, según el Evangelio, una palabra de fe, una invitación a participar de
algo de la parroquia... La fe nos convierte en apóstoles. Es una urgencia del
Señor en estos tiempos de increencia.
Meditemos sobre estas realidades de
fe, pidamos la gracia del Señor, supliquemos a Cristo, que, por su Gracia,
aumente nuestra fe.
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