jueves, 15 de julio de 2021

La virtud teologal de la fe (II)



3. Ser hombre de fe, o como dice la Escritura, “el justo vivirá de la fe” (Rm 1,17) es, simplemente, una entrega confiada a Dios. 



La fe es creer que Dios existe, sí, pero creyendo que existe, entregarse con amor a Él. Creer que existe, solamente, no basta; escribe el apóstol Santiago: “también los demonios creen y tiemblan” (St 2,19c). Son los demonios los que señalan a Jesús: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios?” (Mt 8,29). 

Sabiendo que Dios existe, no por eso tienen fe, pues la fe incluye el matiz de entregarse confiadamente al Señor.

Se reconoce a Dios como Señor de la propia vida, como lo mejor que ha podido ocurrirnos nunca: ¡conocerle! Entonces, la respuesta de fe es entregarse al Señor: “mi vida ya no es mí, es toda tuya. Haz lo que quieras”, o, vivido marianamente: “hágase en mí según tu palabra”. Ya la vida no nos pertenece, se la hemos entregado al Señor porque sabemos que nos ama. 

 
Desde ese momento la fe se hace abandono en la Providencia, sencillez de niños, vivir como hijos. Se disipa el temor y el miedo al futuro, la angustia, el querer acapararlo todo y a todos siendo dioses pequeños de nosotros mismos. Cuando todo eso se abandona uno vive de fe, entregado al Señor en auténtica y sencilla infancia espiritual, y su oración preferida será recitar muy lentamente el Padrenuestro, porque ahí experimenta que uno es pequeño e indefenso ante Dios, que será santo si Dios lo santifica y toda la vida –en fe- nos la entrega el Señor en el “cada día”, haciendo su voluntad, recibiendo el Pan de la Eucaristía y el pan material, poniendo el Señor su mano para librarnos del Maligno y guardando nuestros pasos para que no resbale nuestro pie en la tentación. 

Vivir de fe “descomplica” la vida, la hace más sencilla, más libre, mucho más gratuita.

Vivir de fe es entregarse a Dios. Ya provocaría cierto pudor decir “yo creo mucho en Dios”, porque sabemos que nuestra fe es pequeña y frágil, acosada y a veces perseguida. También irá cambiando nuestro modo de orar. Normalmente, cuando se dice “yo rezo mucho a Dios, yo soy muy cristiano”, se suele dar a entender que uno está siempre pidiendo a Dios cosas, aunque uno no viva la vida de la Iglesia ni celebre los sacramentos. 

Para el que vive de fe, pocas veces hablará de “rezar”, hablará de “oración”, y su oración no consistirá en pedir a Dios a todas horas (como si Dios sólo existiera para arreglar nuestros problemas), sino en hablar con Él con amor, con amistad; la oración, en vez de pedir, será ofrecernos: “Aquí estoy, oh Dios para hacer tu voluntad” (Sal 39; Hb 10), y será una oración en amor que alaba a Dios, que adora en silencio a Dios. Ese trato orante con Dios es fruto y alimento del vivir de la fe.

4. El que es de Dios, tiene “la mente de Cristo” (1Co 2,16), la inteligencia de Cristo, y así, los hombres y mujeres de Dios ven todas las cosas a la luz de Dios. La fe es su guía. Todas las cosas las transfiguran con una mirada sobrenatural. ¿Qué quiere decir esto? 

Quien vive de la fe, todo lo que le ocurre, todos los acontecimientos, la cruz, la propia historia, lo interpreta desde Dios como un plan de la Providencia de Dios sobre cada uno. Las cosas no ocurren por casualidad, sino por Providencia. Hay que saber leerlo todo desde la fe; cuestionarse: “¿Por qué el Señor ha permitido que me ocurriera esto? ¿Cuál es la voluntad de Dios en esto?” 

Es la Providencia de Dios, y si miramos atrás en la vida, con mirada de fe, descubriremos que Dios ha hecho con nuestra vida una historia de salvación, con mucho amor, aunque no lo entendimos en su momento. TODO ES GRACIA. Así vive el que se deja guiar por la fe, aquel cuya inteligencia es asistida por la luz de la fe. El Espíritu Santo, si lo invocamos, nos hará saber interpretarlo todo en la fe. Esto es “caminar a la luz de la fe” (cf. 2Co 5,7).

Y aún más: el que vive de la fe sabe oír a Dios. Dios tiene su lenguaje, su modo de hablar y comunicarse, y el que vive de fe, sabe escuchar a Dios, tiene una sensibilidad especial para descubrir a Dios manifestándose.

            ¿De qué modo nos habla Dios, el Señor?

            -Habla por la Iglesia, por su Magisterio (el Papa, junto con los obispos), por la predicación y las orientaciones de sus sacerdotes que por la gracia de estado del sacramento del Orden son instrumentos de Cristo. Esto es lenguaje de Dios al que prestar obediencia y agradecimiento.

            -Habla el Señor por su Palabra; en cualquier frase de las lecturas de la Misa de cada día, o de los salmos de Laudes o Vísperas, o en un texto litúrgico, puede que el Señor esté esperándote para comunicarse. Se reconoce como mensaje del Señor por su claridad, por una especial luz donde uno piensa: “Esto lo dice el Señor para mí”, y porque deja gran paz al alma, serenidad y alegría. La condición –mariana- será estar receptivo a lo que la Palabra pueda decir ahora, hoy, en cada celebración, a tu corazón.

            -Dios se comunica elocuentemente en la oración personal, cuando estamos en silencio de oración, de corazón a corazón con el Señor, sea en el Sagrario, sea ante la Custodia, sea en un aposento a solas, y sentimos que el Señor da a nuestra alma una luz, una gracia, una palabra. Ese es el toque suave de Dios al alma que deja un sabor indescriptible.

            -Además, estos mensajes de Dios, este hablarnos Dios, el hombre de fe los reconoce en los acontecimientos, en las cosas que nos van ocurriendo, o en lo que nos dijo tal persona, porque el Señor va haciendo nuestra historia, va hablando en la historia, en lo que vivimos. La oración, y el consejo de alguien, pueden ayudarnos a descubrir con claridad qué es lo que el Señor quiere decirnos.


Dicho de otro modo, la mirada sobrenatural de la fe nos permite descubrir y encontrar a Dios en todas las cosas, y esto es un sentido más pleno de la realidad y de nuestra vida. TODO ES GRACIA. TODO ES PROVIDENCIA. ¿Cómo dejar de vivir en la acción de gracias y en la alabanza?

No hay comentarios:

Publicar un comentario