1. Tras haberse lavado las manos
(signo del “deseo de purificación interior”: IGMR 76, y el lavatorio es
obligatorio, no opcional), el sacerdote en el centro del altar extiende las
manos e invita a orar, poniéndose todos los fieles de pie (de pie “además desde
la invitación Oren, hermanos”… IGMR 43). Así va a cerrarse todo el rito
del ofertorio, la preparación de las ofrendas y dones eucarísticos, ya
dispuestos para el sacrificio.
La
fórmula, bien clásica, con la que el sacerdote se dirige a los fieles es:
Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío
y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso.
También
puede hacerlo con una de estas fórmulas aprobadas para el Misal romano en lengua
española:
En el momento de ofrecer el sacrificio de
toda la Iglesia,
oremos a Dios, Padre todopoderoso.
Orad, hermanos, para que, llevando al altar
los gozos y las fatigas de cada día nos dispongamos a ofrecer el sacrificio
agradable a Dios, Padre todopoderoso.
Los
fieles, que ya se pusieron en pie, responden al unísono:
El Señor reciba de
tus manos este sacrificio,
para alabanza y
gloria de su nombre,
para nuestro
bien y el de toda su santa Iglesia.
2.
Con esta respuesta, todos los fieles cristianos van a unirse al sacerdote en la
ofrenda del sacrificio de Jesucristo. Son las manos del sacerdote las que lo
ofrecen, pero lo hace en nombre de todos y por todos. Los fieles cristianos no
están ausentes de este sacrificio, ni privados de él, ni siquiera son meros
asistentes o espectadores pasivos, mudos, inertes (cf. SC 48). La ofrenda del
altar es de todo el pueblo santo y se sacrifica por manos sacerdotales. Así la Eucaristía es el
sacrificio de toda la Iglesia,
como lo recordaba la monición sacerdotal: “este sacrificio, mío y vuestro”.
Distinto
en grado y esencia es el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial (cf.
LG 10) pero cada uno, según su propia modalidad, se ve envuelto, implicado, en
el sacrificio del altar:
“El sacerdote, en cuanto ministro
del sacrificio es el auténtico sacerdote, que lleva a cabo –en virtud del poder
específico de la sagrada ordenación- el verdadero acto sacrificial que lleva de
nuevo a los seres a Dios. En cambio, los que participan en la Eucaristía, sin sacrificar
como él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios
sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento
de su preparación en el altar” (Juan Pablo II, Dominicae Cenae, 9).
3.
En el pan y el vino presentados, ofrecidos, preparados para la gran plegaria
eucarística, están representados todos los fieles; son aglutinantes de todos y
cada uno de los oferentes y del pueblo santo.
Y
que los granos de trigo formando un solo pan y las uvas pisadas haciendo el
vino representan a cada uno de los fieles, es un lugar común en la Tradición de la Iglesia. Ya san Pablo escribía:
“El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos
un solo cuerpo, porque que comemos todos del mismo pan” (1Co 10,17). La Didajé, igualmente, lo dice
jugando con esa imagen: “Como este pan fue repartido sobre los montes,
y, recogido, se hizo uno, así sea recogida tu Iglesia desde los límites de la
tierra en tu Reino” (9,3). Como también, muy expresivamente, el gran san
Agustín:
“En este pan se nos indica cómo
debéis amar la unidad. ¿Acaso este pan se ha hecho de un solo grano? ¿No eran,
acaso, muchos los granos de trigo? Pero antes de convertirse en pan estaban
separados; se unieron mediante el agua después de haber sido triturados. Si no
es molido el trigo y amasado con agua, nunca podrá convertirse en esto que
llamamos pan. Lo mismo os ha pasado a vosotros… Llegó el bautismo y habéis sido
como amasados con el agua para convertiros en pan” (Serm. 227).
“Lo mismo sucede con el vino: antes
estuvo en muchos cestos de vendimia, y ahora en un único recipiente; forma una
unidad en la suavidad del cáliz, pero tras la prensa del lagar. También
vosotros habéis venido a parar, en el nombre de Cristo, al cáliz del Señor
después del ayuno y las fatigas, tras la humillación y el arrepentimiento;
también vosotros estáis sobre la mesa, también vosotros estáis dentro del
cáliz. Sois vino conmigo: lo somos conjuntamente; juntos lo bebemos, porque
juntos vivimos” (Serm. 229,2).
Cada
uno está incluido en la ofrenda eucarística que se ofrece a Dios y se convierte
en Oblación junto con Cristo. Son superfluas otras ofrendas –libros, sandalias,
carteles, relojes, etc.- cuando ya, cada uno de los participantes, pone su vida
y su ser en el altar, significados en el pan y en el vino: “El pan y el vino se
convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que lleva la asamblea
eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu” (Juan
Pablo II, Dominicae Cenae, 9).
Además
de cada uno de los fieles, en el pan y el vino se recapitula la creación entera
así como toda la vida de los hombres, con sus gozos y angustias:
“En realidad, este gesto humilde y
sencillo tiene un sentido muy grande: en el pan y en el vino que llevamos al
altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor para ser transformada y
presentada al Padre. En este sentido, llevamos al altar todo el sufrimiento y
el dolor del mundo, conscientes de que todo es precioso a los ojos de Dios.
Este gesto, para ser vivido en su auténtico significado, no necesita
enfatizarse con añadiduras superfluas. Permite valorar la colaboración
originaria que Dios pide al hombre para realizar en él la obra divina y dar así
pleno sentido al trabajo humano, que mediante la celebración eucarística se une
al sacrificio redentor de Cristo” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 47).
Más
que llevar añadidos superfluos y cosas que son símbolos –muy forzados- se trata
de ofrecer pan y vino ofreciéndonos nosotros mismos, un verdadero sacrificio
espiritual de nuestras existencias; por eso el sacerdote dirá: “este sacrificio
mío y vuestro”, o en la otra fórmula: “llevando al altar los gozos y las
fatigas de cada día, ofrezcamos…” y todos responderán: “El Señor reciba de tus
manos este sacrificio…”
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