viernes, 9 de julio de 2021

El Espíritu y la Iglesia: ¡jamás opuestos!



El Señor prometió a sus discípulos que cuando fuese glorificado enviaría el Espíritu Santo; “no os dejaré huérfanos” (Jn 14,18); “yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la Verdad” (Jn 14,15), que os lo dirá todo, que os llevará a la verdad plena (cf. Jn 16,13). Así Cristo, en la cruz, “inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19,30), y del costado de Cristo dormido en la cruz brotan el agua y la sangre, los sacramentos de la Iglesia (bautismo y Eucaristía) y así tres son los testigos: “el Espíritu, el agua y la sangre” (1Jn 5,7-8). Como don pascual del Señor resucitado, se derrama sobre la Iglesia reunida en oración en el Cenáculo con la Virgen María. Así nace la Iglesia como obra del Espíritu Santo, como instrumento del Espíritu para prolongar la obra redentora de Cristo en la historia y entre los hombres.


  
          Hay una vinculación esencial entre la Iglesia y el Espíritu Santo; porque el Espíritu que es indivisible actúa de forma real y concreta mediante instituciones y signos para salvar, santificar e iluminar. El Espíritu Santo está en la Iglesia y fuera de ella ni contra la misma Iglesia; “la Iglesia está allí donde florece el Espíritu” (Hipólito, Trad. Apost., 35). 

La Iglesia es el ámbito del Espíritu Santo, su lugar natural de acción y santificación. La Tradición de la Iglesia así contempla la relación entre el Espíritu Santo y la Iglesia.


            “En efecto, es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el “Don de Dios”... Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios... Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios;  y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia” (S. Ireneo, Adv. Haer., 3,24,1).


            El Espíritu Santo está en la Iglesia y actúa en la Iglesia y para ello genera un carisma primero que es el ministerio ordenado, instrumentos y portadores del Espíritu que lo comunican mediante los sacramentos que sellan la comunión, que gobiernan para la unidad de la Iglesia. El ministerio –al que algunos despectivamente llaman “la Iglesia oficial”- es una creación siempre actual del Espíritu Santo: “mirad por vosotros y por todo el rebaño, en medio del cual el Espíritu Santo os ha puestos como obispos para pastorear la Iglesia de Dios” (Hch 20,28); a los Apóstoles y sus sucesores –el papa y el colegio episcopal- el Señor les dice: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados, a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (Jn 20,22-23). Luego el ministerio de Pedro (el Papa), los obispos y sacerdotes, son también un carisma, una gracia del Espíritu Santo para bien de la Iglesia.



            Junto a este carisma ordinario de la Iglesia, el Espíritu suscita y alienta otros carismas extraordinarios –que deben ser discernidos y educados por los pastores- para edificación de la Iglesia.

            La recuperación de la teología de los carismas y de la multiforme riqueza del Espíritu ha sido un gran don a la Iglesia; pero hay que conocerla para no pensar que es carisma la creatividad salvaje, la ideología o las posturas contestatarias.


            “Son una maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad de todo el Cuerpo de Cristo; los carismas constituyen tal riqueza siempre que se trate de dones que provienen verdaderamente del Espíritu Santo y que se ejerzan de modo plenamente conforme a los impulsos auténticos de este mismo Espíritu, es decir, según la caridad, verdadera medida de los carismas” (CAT 800).


            Todos los carismas, extraordinarios o sencillos, son una gracia del Espíritu Santo para utilidad de la Iglesia, para edificación del Cuerpo de Cristo en la caridad, para ayudarnos mutuamente en el camino de la salvación, para el bien de los hombres, para las necesidades del mundo.


            “Actúa de múltiples manera en la edificación de todo el Cuerpo de la caridad: por la Palabra de Dios “que tiene el poder de construir el edificio” (Hch 20,32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo; por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por la gracia concedida a los apóstoles que entre estos dones, destaca, por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas “carismas”] mediante las cuales los fieles quedan preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia” (CAT 798).


            El Espíritu, que no deja nunca de asistir a la Iglesia inspira nuevos servicios, vocaciones, corrientes de espiritualidad, movimientos y comunidades eclesiales, formas antiguas y nuevas de vida consagrada, religiosa y monástica; el Espíritu capacita a uno para predicar, al otro para enseñar en la catequesis, a aquel le da paciencia y compasión para acompañar y visitar a los enfermos, a éste la entrega a los pobres y Cáritas, el de más allá tiene dotes musicales y sirve a la Iglesia con el canto y la música litúrgicas; el Espíritu Santo suscita carismas para el servicio de la Iglesia al mundo en la docencia, en la política, en las artes, en la cultura, en la medicina: ¡la fe tiene dimensión pública y profesional, y es una vocación, un carisma, el trabajo y el testimonio en la sociedad!

            Juan Pablo II enumeraba, a modo de ejemplo, los siguientes carismas:


            “La acción del Espíritu Santo se manifiesta y actúa en la multiplicidad y en la riqueza de los carismas que acompañan los ministerios; y éstos se ejercen en diversas formas y medidas, en respuesta a las necesidades de los tiempos y de los lugares; por ejemplo, en la ayuda prestada a los pobres, a los enfermos, a los necesitados, a los minusválidos y a los que están “impedidos” de un modo u otro. También se ejercen, en una esfera más elevada, mediante el consejo, la dirección espiritual, la pacificación entre los contendientes, la conversión de los pecadores, la atracción hacia la palabra de Dios, la eficacia de la predicación y de la palabra escrita, la educación a la fe, el fervor por el bien, etc.” (JUAN PABLO II, Audiencia general, 27-febrero-1991, n. 5).


            El ministerio ordenado es un carisma fundante en la Iglesia y junto a él otros carismas ordinarios o extraordinarios edifican la Iglesia; enfrentarlos es romper la unidad de la Iglesia y su Comunión, como si el Espíritu Santo suscitara carismas para que se opusieran al ministerio, a la jerarquía y al magisterio. 


“No hay que contraponer estos carismas a los ministerios de carácter jerárquico ni, en general, a los “oficios” que también han sido establecidos con vistas a la unidad, al buen funcionamiento y a la belleza de la Iglesia. El orden jerárquico y toda la estructura ministerial de la Iglesia se halla bajo la acción de los carismas” (JUAN PABLO II, Audiencia general, 27-febrero-1991, n. 6).


            ¿Acaso el Espíritu está contra la jerarquía, y la jerarquía pretende apagar el Espíritu?


            “Finalmente, no disociéis al Espíritu, de la jerarquía, de la trabazón institucional de la Iglesia, como si fueran dos expresiones antagónicas del cristianismo, o como si una de ellas, el Espíritu, pudiera ser conseguida por nosotros sin el ministerio de la otra, la Iglesia, instrumento cualificado de verdad y de gracia; el Espíritu, es cierto, “sopla donde quiere” (Jn 3,8); pero no podemos pretender que Él venga a nosotros en el momento en que voluntariamente nos separamos del vehículo fijado por Cristo para comunicárnoslo: quien no se une al Cuerpo de Cristo, repetimos con san Agustín, está fuera del ámbito animado por el Espíritu de Cristo (cf. In Evang. Jn 27,6)” (PABLO VI, Audiencia general, 26-mayo-1971).



            “No se puede aislar la economía del Espíritu, aun cuando Éste, como dijo el Señor, sopla donde quiere, de las así llamadas estructuras ministeriales o sacramentales, instituidas por Cristo, germinadas con coherencia vital, como la planta de la semilla, de su palabra” (PABLO VI, Audiencia general, 24-noviembre-1971).


            Por lo cual es una contradicción pretender separar a la Iglesia del Espíritu Santo; es un contrasentido pensar que por un lado está la “Iglesia oficial” y por otro una Iglesia pura, llamada “espiritual” que contradiga a la fe y al Magisterio y actúe por libre, como si fuera una lucha abierta por alcanzar cotas de poder. El Espíritu Santo actúa mediante su instrumento peculiar, que es la Iglesia:


            “La acción universal del Espíritu no hay que separarla tampoco de la peculiar acción que despliega en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. En efecto, es siempre el Espíritu quien actúa, ya sea cuando vivifica la Iglesia y la impulsa a anunciar a Cristo, ya sea cuando siembra y desarrolla sus dones en todos los hombres y pueblos, guiando a la Iglesia a descubrirlos, promoverlos y recibirlos mediante el diálogo. Toda clase de presencia del Espíritu ha de ser acogida con estima y gratitud; pero el discernirla compete a la Iglesia, a la cual Cristo ha dado su Espíritu para guiarla hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).” (Redemptoris missio, n. 29).

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