El Credo se presenta con una
estructura trinitaria: creo en Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y por
tanto, creo en el ámbito de la
Iglesia, el lugar donde Dios se me da y se me revela
incorporándome a su pueblo elegido y santo, a la familia de Dios que es la Iglesia.
La tercera parte del Credo expresa la fe eclesial en el
Espíritu Santo y su acción: la
Iglesia, el Bautismo, el perdón de los pecados, la
resurrección. Aunque en la racionalidad occidental y en la espiritualidad
católica, no se le ha dado mucho espacio a la reflexión sobre el Espíritu
Santo, en buena medida es el gran desconocido, ya sea en la reflexión y
predicación, ya sea en la relación personal con él.
Siguiendo
la formulación clásica que luego analizaremos, el Espíritu Santo es el Amor del
Padre y del Hijo, la Persona
de la Trinidad
que “procede del Padre y del Hijo” como afirma el Credo y puesto que el
Espíritu Santo es Dios igual que lo es el Padre y el Hijo “recibe una misma
adoración y gloria”. La dificultad de ver al Espíritu Santo, de percibirlo pues
no toma forma humana, su acción invisible, llevó a veces a negar su divinidad,
lo que obligó a los Padres de la
Iglesia a defender la recta fe, ofreciéndonos preciosos
tratados sobre el Espíritu Santo.
El Credo confiesa que el Espíritu Santo es Dios, la
tercera persona de la Trinidad,
constituyéndose así en una Comunión de Personas distintas que se aman con un
amor de donación. Dios es relación, Dios es Comunión y no soledad o
aislamiento. Y como el acto mismo de amar es dinámico y habla de relación, así
en la Trinidad,
siguiendo a san Agustín, Dios que es amor, debe poseer la misma estructura
trinitaria del amor; hacen falta el amante (el Padre), el Amado (el Hijo) y el
amor mismo que une amante y amado (el Espíritu Santo).
“He aquí, pues, tres realidades: el que ama, lo que se ama y el amor. ¿Qué es el amor, sino vida que enlaza o ansía enlazar otras dos vidas, a saber, al amante y al amado? Esto es verdad, incluso en los amores externos y carnales; pero bebamos en una fuente más pura y cristalina y, hollando la carne, elevémonos a las regiones del alma. ¿Qué ama el alma en el amigo sino el alma? Aquí tenemos tres cosas: el amante, el amado y el amor” (De Trin., 8,10,14).
¿Quién
es el Espíritu Santo? Es el Amor entre el Padre y el Hijo, hecho Persona (cf.
San Agustín, De Trinit., 6,5,7). Él es Dios, igual que el Padre y el Hijo, con
la misma dignidad y el mismo poder, y merece nuestra adoración y también
nuestra oración, tratar con el Espíritu Santo en nuestra oración. El Espíritu
Santo es el Amor, el mismo amor que el Señor derrama en nuestros corazones (cf.
Rm 5,5). Así el Espíritu Santo nos hace participar del Amor de Dios, partícipes
por gracia de la comunión con Dios y de la vida intratrinitaria.
Contemplemos sumariamente
estas ideas. San Agustín, especialmente en su obra De Trinitate, contribuyó de
modo decisivo a la afirmación y difusión de esta doctrina en Occidente. De sus
reflexiones brotaba la concepción del Espíritu santo como amor recíproco y
vínculo de unidad entre el Padre y el Hijo en la comunión de la Trinidad. Dice:
“Como llamamos propiamente al Verbo único de Dios con el nombre de Sabiduría, aunque generalmente el espíritu Santo y el Padre mismo sean Sabiduría, así también el Espíritu recibe como propio el nombre de Caridad, aunque el Padre y el Hijo sean, en sentido general, Caridad” (De Trin., 15,17,31).
“El amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”
(Rm 5,5); y este Amor de Dios que nos comunica el Espíritu nos concede amar a
Dios con su propio amor y nos permite amar al prójimo con un amor que supera lo
sentimental y se convierte en amor de benevolencia, de querer y buscar siempre
el bien del prójimo. Entonces se cumple lo que dice la Escritura: “Si nos
amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en
nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en
nosotros: en que nos ha dado su Espíritu” (1Jn 4,12-13). El Espíritu Santo
–Amor, Don personal de Dios- es lo opuesto a nuestra carnalidad y egoísmo: nos
hace salir de nosotros mismos y amar con el Amor de Dios, amar según Dios, amar
como Dios ama.
“Es posible el amor al
prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en
Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera
conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con
Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a
implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya
sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su
amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su
anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar
solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal
vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al
otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor
que él necesita” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 18).
Asimismo, la vida
intratrinitaria y el Espíritu Santo nos llevan a reconocer la estructura de lo
personal. Dios es relación y comunicación en la vida intratrinitaria, y el
hombre creado a su imagen y semejanza, encuentra su propia plenitud humana, su
realización y su madurez, cuando sale de sí mismo y va al encuentro del otro.
La persona se realiza en cuanto tal en comunión con los demás, en el diálogo
con el otro, en la búsqueda del bien del otro.
El hombre ha sido creado
para la comunión personal; el “yo” requiere siempre un “tú” para generar un
“nosotros”. Y se destruye el hombre y se vuelve inmaduro, cuando todo lo centra
en su yo, y cuyo egoísmo le impide salir de sí y espera que todo el mundo lo
ame, y absorbe el afecto de los demás sin darse nunca. Quiere su felicidad a
costa del otro. Éste es el drama de una sociedad que no educa en la verdad del
amor sino sólo en la sexualidad libre y en el sentimentalismo, la emoción, el
instinto, y éste su gran fracaso plasmado en las rupturas matrimoniales porque
vivieron un amor adolescente y narcisista en muchos casos; y otro gran fracaso
es el aislamiento, soledad e incomunicación de nuestro mundo contemporáneo.
La persona es un
ser-en-relación, que sale de sí mismo y entabla relaciones de comunión,
donándose libremente.
“Ciertamente, el amor es “éxtasis”, pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios” (Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 6).
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