Así se invoca al Corazón de Jesús en las Letanías, confiando en el Salvador, siempre misericordioso, y en su acción hacia nosotros.
Él tiene piedad de nosotros. Él es todo misericordia para nosotros.
Esta devoción, además, nos sitúa en el núcleo mismo de la redención. Cristo ha reparado el pecado de Adán, el del hombre, el de toda la humanidad, y nos permite ahora asociarnos a Él, reparando por nuestro pecado y por los pecados de los hombres.
Veamos una catequesis de Juan Pablo II:
La reparación de Cristo y de los cristianos (Juan Pablo II, 20-IV-1983):
El sacrificio expiatorio de la cruz
nos hace comprender la gravedad del pecado. A los ojos de Dios el pecado jamás
es un hecho sin importancia. El Padre ama a los hombres y está profundamente
ofendido por sus ofensas y rebeliones. Aun estando dispuesto a perdonar, Él,
por el bien y el honor del hombre mismo, reclama una reparación. Pero es justamente
aquí cuando la generosidad divina se muestra del modo más sorprendente. El
Padre entrega a la humanidad su propio Hijo para que ofrezca esta reparación.
Con ello muestra la abismal gravedad del pecado, puesto que reclama la más alta
reparación posible, la cual viene de su propio Hijo. A la vez, revela la
grandeza infinita de su amor, pues es el primero, con el don de su Hijo, en
llevar el peso de la reparación.
¿Dios castiga así al
Hijo inocente? ¿No hay en ello una patente violación de la justicia? Tratemos
de comprender. Es verdad que Cristo sustituye, de un cierto modo, a la
humanidad pecadora; Él, efectivamente, toma sobre sí las consecuencias del
pecado, las cuales son el sufrimiento y la muerte. No obstante, lo que habría
sido un castigo si este sufrimiento y esta muerte se infligieran a los
culpables, reviste un significado diverso al ser libremente asumida por el Hijo
de Dios; se convierten en una ofrenda expiatoria por los pecados del mundo.
Cristo asume, inocente, el puesto de los culpables.
La mirada que el Padre le dirige
cuando sufre sobre la cruz no es una mirada de cólera ni de justicia punitiva.
Es una mirada de perfecta complacencia, que acoge su heroico sacrificio.
¿Cómo no admirar la solidaridad
admirable con que Cristo ha querido llevar la carga de nuestras culpas? También
hoy, al detenernos a considerar el mal manifestado en el mundo, podemos estimar
el peso inmenso recaído sobre las espaldas del Salvador. Como Hijo de Dios
hecho hombre estaba a la altura de cargar con los pecados de todos los hombres,
en todos los tiempos de su historia. Asumiendo esta carga ante el Padre y ofreciendo
una perfecta reparación, ha transformado el rostro de la humanidad y liberado
el corazón humano de la esclavitud del pecado.
¿Cómo no estarle
reconocidos? Jesús cuenta con nuestra gratitud, si, efectivamente, en el
sacrificio expiatorio tomó el puesto de todos nosotros. Su intención no era
dispensarnos de toda reparación. Hasta espera nuestra efectiva colaboración a
su obra redentora.
Esta colaboración reviste una forma
litúrgica en la celebración eucarística, en la cual el sacrificio expiatorio de
Cristo se hace presente a fin de implicar a la comunidad y a los fieles en el
ofrecimiento. Se extiende luego al conjunto de la vida cristiana, necesariamente
signada con la señal de la cruz. En toda su existencia se le invita al
cristiano a ofrecerse a sí mismo en oblación espiritual para presentarla al
Padre en unión con la de Cristo.
Felices por haber sido reconciliados
por Cristo con Dios, sentimos el honor de compartir con Él el admirable
sacrificio que nos ha procurado la salvación y aportamos, asimismo, nuestra
contribución para la aplicación de los frutos de la reconciliación al universo
de hoy.
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