martes, 8 de junio de 2021

El Corazón del Salvador (I)

¡Fuente de vida santidad, abismo de todas las virtudes!

Así se invoca al Corazón de Jesús en las Letanías, confiando en el Salvador, siempre misericordioso, y en su acción hacia nosotros. 


Él tiene piedad de nosotros. Él es todo misericordia para nosotros.

Esta devoción, además, nos sitúa en el núcleo mismo de la redención. Cristo ha reparado el pecado de Adán, el del hombre, el de toda la humanidad, y nos permite ahora asociarnos a Él, reparando por nuestro pecado y por los pecados de los hombres.

Veamos una catequesis de Juan Pablo II:




La reparación de Cristo y de los cristianos  (Juan Pablo II, 20-IV-1983):


            El sacrificio expiatorio de la cruz nos hace comprender la gravedad del pecado. A los ojos de Dios el pecado jamás es un hecho sin importancia. El Padre ama a los hombres y está profundamente ofendido por sus ofensas y rebeliones. Aun estando dispuesto a perdonar, Él, por el bien y el honor del hombre mismo, reclama una reparación. Pero es justamente aquí cuando la generosidad divina se muestra del modo más sorprendente. El Padre entrega a la humanidad su propio Hijo para que ofrezca esta reparación. Con ello muestra la abismal gravedad del pecado, puesto que reclama la más alta reparación posible, la cual viene de su propio Hijo. A la vez, revela la grandeza infinita de su amor, pues es el primero, con el don de su Hijo, en llevar el peso de la reparación.


            ¿Dios castiga así al Hijo inocente? ¿No hay en ello una patente violación de la justicia? Tratemos de comprender. Es verdad que Cristo sustituye, de un cierto modo, a la humanidad pecadora; Él, efectivamente, toma sobre sí las consecuencias del pecado, las cuales son el sufrimiento y la muerte. No obstante, lo que habría sido un castigo si este sufrimiento y esta muerte se infligieran a los culpables, reviste un significado diverso al ser libremente asumida por el Hijo de Dios; se convierten en una ofrenda expiatoria por los pecados del mundo. Cristo asume, inocente, el puesto de los culpables.

            La mirada que el Padre le dirige cuando sufre sobre la cruz no es una mirada de cólera ni de justicia punitiva. Es una mirada de perfecta complacencia, que acoge su heroico sacrificio.

            ¿Cómo no admirar la solidaridad admirable con que Cristo ha querido llevar la carga de nuestras culpas? También hoy, al detenernos a considerar el mal manifestado en el mundo, podemos estimar el peso inmenso recaído sobre las espaldas del Salvador. Como Hijo de Dios hecho hombre estaba a la altura de cargar con los pecados de todos los hombres, en todos los tiempos de su historia. Asumiendo esta carga ante el Padre y ofreciendo una perfecta reparación, ha transformado el rostro de la humanidad y liberado el corazón humano de la esclavitud del pecado.

            ¿Cómo no estarle reconocidos? Jesús cuenta con nuestra gratitud, si, efectivamente, en el sacrificio expiatorio tomó el puesto de todos nosotros. Su intención no era dispensarnos de toda reparación. Hasta espera nuestra efectiva colaboración a su obra redentora.

            Esta colaboración reviste una forma litúrgica en la celebración eucarística, en la cual el sacrificio expiatorio de Cristo se hace presente a fin de implicar a la comunidad y a los fieles en el ofrecimiento. Se extiende luego al conjunto de la vida cristiana, necesariamente signada con la señal de la cruz. En toda su existencia se le invita al cristiano a ofrecerse a sí mismo en oblación espiritual para presentarla al Padre en unión con la de Cristo.

            Felices por haber sido reconciliados por Cristo con Dios, sentimos el honor de compartir con Él el admirable sacrificio que nos ha procurado la salvación y aportamos, asimismo, nuestra contribución para la aplicación de los frutos de la reconciliación al universo de hoy.


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