3. El cristianismo es Gracia, porque
es una Persona: Jesucristo, y no nos salvan las fórmulas o códigos, quien nos
salva es la Persona
de Jesucristo y la comunión de vida con Él. Es el mensaje kerygmático que
proclama el Papa Juan Pablo II:
“No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!” (NMI 29).
Reducir el catolicismo a una moral o una ética, es decir, un modo de
comportarse y actuar en el mundo y del Evangelio un libro de conducta ejemplar,
es reducir el cristianismo a la nada. El catolicismo es comunión de vida y
destino con Jesucristo; ahora bien, fruto del encuentro con Cristo es la moral,
el vivir, en Cristo y según Cristo, ya que quien ha descubierto la Persona del Señor queda
afectado por Él: cambia su corazón, su modo de ver la realidad, de juzgar y
discernir todo. Es una criatura nueva que vive de otra forma: ¡vive en Cristo!
“Él mismo [Jesucristo] se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras” (Veritatis Splendor 15).
Es el mensaje exhortativo de las
cartas paulinas: “andad como pide la
vocación a la que habéis sido llamados” (Ef 4,1). “Sois hijos de la luz e hijos del día, no lo
sois de la noche ni de las tinieblas” (1Ts 5,5). En este
caminar, “la noche está avanzada, el día
se echa encima; dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con
las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad” (Rm 13,12-13a). “¡Vivid como hijos de la luz!” (Ef 5,8). ¿Por qué exhortaciones tan apremiantes? Para que pueda desarrollarse
en nosotros lo ya recibido en los sacramentos de la iniciación cristiana,
nuestro nuevo ser: “El que es de Cristo
es una criatura nueva” (2Co
5,17). “Y es de notar –avisa S. Juan de Ávila- que no
sólo tú has de ser vestido del hombre nuevo y de Cristo, sino tus pensamientos,
palabras y obras, y cada una de ellas vestida de todas las virtudes y de
Cristo” (Dialogus,
n.22).
“Sólo Dios puede responder” por
encima de tantos que opinan sobre lo que es bueno y malo en tertulias y
programas, “sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque Él es
el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor,
mediante la ley inscrita en su corazón, la “ley natural”” (VS, 12).
La
moral cristiana, que es razonable porque parte de la ley natural, brota de los
sacramentos, de la Gracia
de la unión de amor con Cristo. No son leyes impuestas desde fuera, o preceptos
humanos, sino que, por el Espíritu, la ley de Cristo la llevamos grabada en el
corazón (cf. Rm 2,15); “Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios –en
particular, el mandamiento del amor al prójimo-, interiorizando y radicalizando
sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama, y que,
precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias” (VS 15); es
entonces cuando, reorientando el corazón siempre hacia Cristo, podremos vivir
según el Evangelio, sin desviarnos por nuestra tendencia original al pecado.
La
conciencia, rectamente formada, modelada por el Espíritu mediante la enseñanza
de la Iglesia
será la que discierna el vivir moral, la respuesta evangélica –según Cristo- en
cada momento y será la conciencia, voz del Espíritu en el alma, la que denuncie
o reproche nuestras desviaciones y pecados, siempre que esté bien formada por
el Magisterio de la Iglesia
y no adormecida o incapacitada por el pecado, o mal instruida.
Es la conciencia
el elemento de interiorización del Evangelio, a la vez que ejerce la función de
discernimiento, según las enseñanzas del Vaticano II:
“En lo profundo de su conciencia, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en lo oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y ha hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado” (VS 54).
Habrá que hacer silencio interior para oír la voz de la conciencia.
4. Las virtudes son modos de actuar
el alma y manifestarse. Son pautas de comportamiento que brotan de lo interior
de la persona y la van guiando en su vivir cotidiano. Las tres principales virtudes
son la fe, la esperanza y la caridad, que son teologales porque las infunde
Dios y hallan su plenitud en Dios. Las virtudes cardinales son cuatro elementos
principales de apoyo en el actuar moral: prudencia, justicia, fortaleza y
templanza, y alrededor de cada una de ellas giran, casi como satélites, otras
virtudes morales. Son muy necesarias las virtudes para desarrollar lo humano
según Cristo y así ser elevado por la Gracia.
Las virtudes se van adquiriendo; al
principio con esfuerzo, con disciplina, ejercitándose una y otra vez mediante
actos. La paciencia, por ejemplo, se puede ir adquiriendo repitiendo una y otra
vez actos de paciencia, de dominio de sí. Y lo que es dificultoso al principio,
luego lo vamos haciendo nuestro y vamos siendo pacientes, porque de lo que se
trata es de ser. Uno no es paciente
porque una vez hiciera un acto de paciencia, sino porque en todo momento es
paciente después de una seria disciplina de trabajo interior.
Puede parecer
difícil, e incluso un ejemplo de voluntarismo, pero tengamos presente que es
Cristo con su Gracia quien nos señala por dónde hemos de trabajarnos y crecer,
y es su Gracia la que nos anima para ir adquiriendo las virtudes.
Los
sacramentos y la oración, la meditación sobre cada virtud y el ejercitarla una
y otra vez serán los medios eficaces, por la Gracia, de irnos transformando en Cristo.
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