Jesucristo, verdadero Dios, es
igualmente verdaderamente hombre. Una sola Persona divina con dos naturalezas,
la naturaleza divina y la naturaleza humana, sin confusión, sin mezcla, sin
separación y sin división.
Para siempre y eternamente, Jesucristo es Dios y
hombre, reconciliando en su Persona lo que por el pecado estaba separado: es
constituido así Puente, Pontífice, entre Dios y el hombre. ¡Qué bien lo exalta
líricamente, el pregón pascual de la solemne vigilia pascual!:
“Quien se encuentra con Cristo en la
co-humanidad de Jesús, accesible a él como co-hombre, encuentra también a Dios
mismo, no una esencia bastarda que se metería de por medio. La preocupación de la Iglesia primitiva por
afirmar su verdadera humanidad; sólo si Jesús es realmente hombre como
nosotros, puede ser nuestro mediador;
sólo si es realmente Dios como Dios, la mediación alcanza su término”
(Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca 1987 (6ª), p. 136).
Era de justicia que si por un hombre entró el pecado en
el mundo, por un hombre viniese la salvación. Además, para que se lograse la
redención, el Verbo de Dios tenía que ser plenamente hombre, asumir todo lo
humano porque lo que no es asumido no es redimido. Así Jesucristo asume la
carne humana, asume su voluntad, su inteligencia y su memoria –el alma humana-,
asume la temporalidad y la mortalidad. Es plena y completamente hombre para
salvar al hombre. La santa humanidad del Señor es instrumento de salvación.
El Misterio se hace accesible y cercano porque el Verbo
se ha hecho carne y habita entre nosotros (cf. Jn 1,14) cumpliéndose las profecías
y la esperanza de Israel en la anunciación, porque el Salvador se ha hecho
visible y apareció la bondad de nuestro Dios, porque nos ha nacido un Salvador,
el Mesías, el Señor, que despierta la adoración de los pastores y de los magos
y provoca la irrupción festiva y el canto gozoso de los ángeles: “Gloria a Dios
en el cielo...”. Él es “imagen visible de Dios invisible” (cf. Col 1,15), y
puede decir “quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9), “nadie va al
Padre sino por mí” (Jn 14,6), “el Padre y yo somos uno” (Jn 10,30).
A la sabiduría humana, a la inteligencia, le parece
locura el misterio de la
Encarnación. Y siempre se ha pretendido rebajar la grandeza
de la humanidad de Cristo por incomprensible, hablando más bien de un Cristo
que se ha disfrazado de hombre, se ha vestido de la humanidad como si fuera un
traje pero que es más Dios que hombre, juega a ser hombre pero lo hace con
ventaja, incluso la verdad de su pasión y sufrimiento queda limitada como si
pudiese padecerla mejor porque era Dios.
Este planteamiento justifica muchas
veces la postura cómoda de aquel que rechaza cargar con su cruz o luchar contra
sus pecados argumentando que es sólo un hombre y no como Jesús que era Dios.
Inconscientemente, se le niega a Jesucristo su humanidad, pensando que sólo
cuenta su divinidad y que esta divinidad suya le ahorrase dolor, sufrimiento y
oscuridad. Su humanidad es real y no aparente; su dolor humano y su
sufrimiento, así como su angustia y horror ante la muerte, quedan en evidencia
en su agonía en Getsemaní.
Negar la humanidad del Señor es una grave reducción
cristológica porque –como ocurre hoy día- sería mostrar a Cristo como una
fábula, un mito, o, simplemente, un “mensaje”; parecería que Jesucristo es sólo
un “mensaje” de fraternidad y solidaridad, de convivencia y tolerancia,
desplazando a la persona por el “mensaje”, “el mensaje de Jesús” como a menudo
se oye. Ya no sería necesaria la comunión personal de vida y amistad con
Jesucristo, ni la incorporación a la
Iglesia que es la prolongación de la Encarnación del Señor
en la historia, ni los preciosos y sencillos tesoros de los sacramentos donde
él nos sigue tocando y salvando, mediante signos materiales concretos (el pan,
el agua, el aceite..., la plegaria, la imposición de manos...).
Mal camino será
mantener una relación con Dios como una divinidad lejana, mágica, mística,
supraterrenal, cuando Dios se da en su Hijo, como Camino, y la espiritualidad
requiere las mediaciones de la
Iglesia y los sacramentos.
La Encarnación del Verbo
ilumina la vida del hombre y “Cristo revela el hombre al hombre” (Redemptor
hominis, n. 13). El misterio del hombre se revela a la luz del Verbo encarnado.
El concilio Vaticano II lo expresó en un párrafo antológico:
“trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado” (GS 22).
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