Cuando viene el Espíritu, cuando llega a la Iglesia, cuando desde el cielo es derramado por el Señor... ¡¡entonces nace la Iglesia!!, y, con ella, la obra del Redentor se prolonga en la historia de los hombres.
Viene el Espíritu Santo.
Sus acciones y dones dan vida y consistencia a la Iglesia. Por eso, las preces de Laudes y Vísperas, a lo largo de la séptima semana de Pascua, oraba suplicando su venida.
e) Al servicio de Dios con ímpetu
“Oh
Dios, que por la glorificación de Jesucristo y la venida del Espíritu Santo nos
has abierto las puertas de tu reino, haz que la recepción de dones tan grandes
nos mueva a dedicarnos con mayor empeño a tu servicio y a vivir con mayor
plenitud las riquezas de nuestra fe”[1].
¡Cómo cambiaron los apóstoles! La venida del Espíritu Santo supuso una
transformación radical de todos ellos, en su corazón y en su inteligencia, en
su obrar y sentir. El cambio fue impensable.
Pocos días atrás, habían huido al
detener al Señor en el huerto de los olivos; Pedro lo negó; al pie de la Cruz sólo estaban la Virgen María y Juan;
se reúnen en el Cenáculo de nuevo pero, acobardados, tienen las puertas
cerradas por miedo a los judíos... pero, en Pentecostés, recibiendo el
Espíritu, salen a la plaza y anuncian a Jesucristo como Señor y Salvador y se
convierten tres mil personas. La cobardía dió paso a la parresía (la audacia);
la debilidad se hizo fuerte por la gracia.
En ellos había fuego y una pasión:
anunciar a Jesucristo. Incluso salen contentos del Sanedrín, una vez detenidos
y azotados, por haber padecido aquel ultraje por Jesús.
Ni
la apatía, ni la frialdad, ni la rutina, son signos de Dios; ni acomodarse, ni
repetir mecánicamente, ni el tono cansino, son buenas señales; al contrario,
denotan que se ha apagado el Espíritu. Éste, cuando viene, impulsa, lanza,
envía, pone calor, fuego y vida a las palabras, suscita nuevos caminos y nuevas
formas.
Ese ardor y ese ímpetu son los que suplicamos que el Espíritu de nuevo
comunique a su Iglesia. Entonces, unida por los vínculos del Espíritu Santo,
“congregada por el Espíritu Santo”, podrá “dedicarse plenamente a tu servicio y
vivir unida en el amor, según tu voluntad”[2].
f) Dones y frutos
Los
siete dones del Espíritu Santo y sus frutos, para vivir según el Espíritu y no
según la carne, están presentes en la plegaria eclesial. Lo que recibimos por
gracia en el sacramento de la
Confirmación, se renueva y actualiza. “Haz que gustemos y
valoremos los dones de tu Espíritu”[3].
Los
dones del Espíritu dirigen y santifican la vida cristiana, logrando un modo
nuevo de actuar, de pensar, de sentir, de amar. Suplicándolos, esperamos poder
ayudar a nuestros hermanos: “Llénanos de tu amor y de tu sabiduría, para que
podamos aconsejarnos unos a otros”[4].
Su acción en nosotros permite que nazcan la alegría y la paz: “Colma nuestra fe
de alegría y de paz, para que, con la fuerza del Espíritu Santo, desbordemos de
esperanza”[5].
La
tristeza, la amargura, la angustia, desaparecen con el consuelo del Espíritu
Santo: “Envía tu Espíritu consolador a los que viven desconsolados, para que
enjugue las lágrimas de los que lloran”[6].
Y con sus dones y frutos, la vida cristiana, injertada en la vid que es Cristo,
da frutos de vida eterna, frutos que permanezcan.
En
los días previos a Pentecostés, la súplica eclesial es humilde, rogando una
disposición activa para recibir el Don: “Dispón con tu gracia el corazón de los
fieles, para que acojan con amor y alegría los dones del Espíritu”[7].
g) Ora en nosotros y modula la plegaria
Sabemos
que nadie puede decir “Jesús es Señor”
si no es por la acción del Espíritu Santo (cf. 1Co 12,3); el Espíritu es el que
ora en nosotros (cf. Rm 8,26), se une a nuestro espíritu para clamar “Abba, Padre”. La oración verdadera es
oración filial gracias al Espíritu Santo; por eso los neófitos oraban por vez
primera en la Vigilia
pascual en la oración de los fieles (siendo catecúmenos eran despedidos después
de la homilía) y por vez primera podían pronunciar “Padre nuestro...”. Estas
dimensiones de la plegaria cristiana están presentes en la eucología.
El Espíritu Santo mueve a la
oración, al canto, a la escucha de la Palabra: “para que te demos gracias con salmos,
himnos y cánticos, inspirados por el Espíritu”[8].
Y el Espíritu, que desarrolla en nosotros la piedad filial, permite reconocer a
Dios como Padre y llamarlo así: “haz que, unidos a ti, invoquemos siempre a
Dios como Padre, movidos por el mismo Espíritu”[9].
Finalmente, el Espíritu Santo es el que modula la contemplación del cristiano,
su adoración y su petición, para no orar carnalmente, sino espiritualmente:
“envíanos tu Espíritu que interceda por nosotros”[10].
[1] OC Viernes VII de la Pascua.
[2] OC Miércoles VII de la Pascua.
[3] Preces Laudes Sábado VI,
después de la Ascensión.
[4] Ibíd.
[5] Preces Laudes, Lunes VII
de la Pascua.
[6] Ibíd.
[7] Preces Laudes, Sábado VII
de la Pascua.
[8] Preces Laudes, Martes VII
de la Pascua.
[9] Ibíd.
[10] Preces Laudes, Viernes
VII de la Pascua.
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