Toda plegaria litúrgica, de bendición o de consagración, tiene unas partes bien definidas y precisas, una estructura clara, según la tradición romana.
Señor Dios,
Padre de todo consuelo,
que has
querido sanar las dolencias de los enfermos por medio de tu Hijo:
escucha con amor
la oración de nuestra fe
y derrama
desde el cielo tu Espíritu Santo Defensor sobre este óleo.
Tú que has
hecho que el leño verde del olivo
produzca
aceite abundante para vigor de nuestro cuerpo,
enriquece con
tu bendición + este óleo,
para que
cuantos sean ungidos con él
sientan en el
cuerpo y en el alma
tu divina
protección
y experimenten
alivio en sus enfermedades y dolores.
Que por tu
acción, Señor,
este aceite
sea para nosotros óleo santo,
en nombre de
Jesucristo, nuestro Señor.
Él, que vive y
reina por los siglos de los siglos.
Atendiendo
a la división clásica de las grandes piezas eucológicas romanas (invocación,
memorial-epíclesis, petición) veremos cómo esta plegaria, sin ser extensa ni
prolija, se ajusta a ese esquema y ofrece una teología orante sobre el
sacramento mismo de la Unción
antes incluso de las definiciones dogmáticas del Magisterio.
Deudora
de contenido e inspirada en la oración “Emitte”, es la nueva plegaria en forma
de triple bendición a Dios que el Ritual de la Unción (n. 141) ofrece si
el sacerdote debe bendecir el Óleo dentro del rito “en caso de necesidad” (RU
21):
-Bendito seas,
Dios, Padre todopoderoso, que por nosotros y por nuestra salvación enviaste tu
Hijo al mundo.
R/ Bendito
seas por siempre, Señor.
-Bendito seas,
Dios, Hijo unigénito, que te has rebajado haciéndote hombre como nosotros, para
curar nuestras enfermedades.
R/ Bendito
seas por siempre, Señor.
-Bendito seas,
Dios, Espíritu Santo Defensor, que con tu poder fortaleces la debilidad de
nuestro cuerpo.
R/ Bendito
seas por siempre, Señor.
Muéstrate
propicio, Señor, y santifica con tu bendición + este aceite, que
va a servir de alivio en la enfermedad de tu hijo, y por la oración de nuestra
fe libra de sus males a quien ungimos con el óleo. Por Jesucristo nuestro
Señor.
Centraremos,
así pues, el estudio en la oración “Emitte”, si bien haremos referencia a esta
plegaria en los matices propio que ofrece.
2. Invocación y memorial
La
oración con el nuevo Ordo para la
Misa crismal ha sido provista de un inicio al estilo de las
grandes plegarias litúrgicas, con la invocación solemne a Dios acompañada de
una oración de relativo donde se desgrana su acción salvífica de forma
memorial. Este protocolo inicial es de nueva factura ya que, como dijimos, la
oración de bendición del Óleo se hacía siempre dentro del canon romano –por lo
que la invocación y el memorial habían sido ya pronunciados en el prefacio y en
el “Unde et memores” y la concisión del rito romano impide las repeticiones-;
al prever el ritual que la bendición de los óleos se pueda hacer después de la
homilía y la renovación de las promesas sacerdotales, no era decoroso
–eucológicamente hablando- empezar directamente por la epíclesis “Emitte”. No
obstante, esta plegaria cobra su sentido pleno si se inserta en su lugar
tradicional, al final del Canon o de la plegaria eucarística y antes de la
doxología, extendiendo la gracia del Sacrificio a todo lo creado, que es
bendecido y santificado.
La
oración litúrgica se dirige directamente al Padre, al que se le atribuye ser
“Padre de todo consuelo” y la expresión de esta consolación de Dios es el envío
de su Hijo para sanar las dolencias y enfermedades.
2.1. La consolación de Dios
La
oración comienza evocando a Dios “Padre de todo consuelo”. Es una forma
implícita, propia de la eucología romana, de engarzar textos bíblicos. En este
caso, la cita es de 2Co 1,3ss, donde Pablo, al iniciar la carta, comienza con
una doxología, uniéndola luego a su situación personal de tribulación pero
sobreabundando del gozo de la consolación.
Dios
es consolación para su pueblo, el consuelo más íntimo, suave y verdadero, en
medio de luchas y tribulaciones, de pruebas, enfermedades y dolores. Así
aparece en las Escrituras revelando el ser de Dios: la misericordia entrañable
que se convierte en consuelo. Dios es siempre “fuente de toda paciencia y consuelo” (Rm 15,5), “consuela a los afligidos” (2Co 7,6) y
el consuelo es expresión de su amor infinito: “Dios nuestro Padre, que nos ha amado tanto y nos ha regalado un
consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente” (2Ts
2,6). Las promesas de Dios a Israel eran promesas de salvación, y a su pueblo
elegido lo consoló en la tribulación y lo alentó con la esperanza de la
salvación: “Como a un niño a quien su
madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados” (Is
66, 13). En todo momento, “el Señor
consuela a su pueblo y se compadece de sus pobres” (Is 49,13).
Jesucristo
es el gran consuelo de Dios para su pueblo, inaugurando una etapa definitiva de
consolación. Jesús es “el consuelo de
Israel”, “la consolación de Israel” (Lc 2,25) que aguardaba el anciano
Simeón, y en Jesús se cumple el cántico de Isaías sobre el Siervo de Yahvé: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado,
para saber decir al abatido una palabra de aliento” (Is 50,4). Cristo, inaugurando
este consuelo prometido, puede llegar a proclamar: “Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mt 5,5). Su
acción será prolongada, actualizada e interiorizada por el Espíritu. Éste, en
efecto, es “el Consolador”, como dice
Jesús a sus discípulos: “Os conviene que
yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros” (Jn
16,7; cf. 15,26).
“¿Hay
alguien más bueno que nuestro Dios, de quien recibimos tantos consuelos hasta
en la tribulación?” (S. Agustín, Serm., 29A, 2). Dios sigue siendo consuelo y
consolación para el atribulado, para el afligido y para el enfermo. El Óleo
será instrumento y signo para que la consolación alcance al enfermo por medio
de la Santa Unción
y lo sostenga en esperanza, ahora que gime por la enfermedad o la edad avanzada
y achacosa. En los sacramentos Él interviene consolando.
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