La
Iglesia ora suplicando el envío del Espíritu Santo. Su
liturgia es una gran, solemne y constante epíclesis. Las preces de la Liturgia de las Horas y
las oraciones de la Misa
desde la Ascensión
hasta el mismo día de Pentecostés muestran claramente la acción del Espíritu
Santo en la Iglesia
y en las almas.
Siguiendo
las oraciones de la Iglesia
y, de un modo particular, las preces de Laudes y Vísperas, encontramos una
pneumatología rica y sugerente, que no es conceptual, sino orante y
contemplativa.
a) Nos impulsa a dar testimonio y nos fortalece
Cristo
confiere el Espíritu Santo para que seamos sus testigos ante el mundo, dando
testimonio de Él como Él da testimonio el Padre.
El testimonio que estamos
llamados a dar, y que es posible por el Espíritu, está entralazado de palabras
y obras: “Derrama, Señor, sobre nosotros la fuerza del Espíritu Santo, para que
podamos cumplir fielmente tu voluntad y demos testimonio de ti con nuestras
obras”[1],
“con la fuerza de este mismo Espíritu robustece también nuestro testimonio
cristiano”[2].
El
testimonio cristiano necesita la fortaleza del Espíritu Santo para no arredrarse
ante dificultades o persecuciones, para no contaminarse con la mentalidad del
mundo –la mundanidad-, sino poder confesar valientemente que Jesucristo es el
Señor: “Envíanos, Señor, tu Espíritu Santo, para que ante los hombres te
confesemos como Señor y rey nuestro”[3].
Así será un testimonio válido para el mundo, como los mártires, con su vida,
confesaron a Cristo.
La fortaleza es un don del
Espíritu que impulsa a ser fuertes y valientes de corazón, y para ello, primero
robustece y sana lo débil y enfermo del corazón; después, confiere una fuerza
distinta y sobrenatural, para situarnos ante el mundo: “el Espíritu Santo, luz
de luz, fortalezca los corazones de los regenerados por tu gracia”[4].
Esta fortaleza permanece en el corazón de los creyentes, es duradera, para que,
en lugar de ser testigos ocasionales, permanezcamos como testigos fieles.
b) Nos lleva a la verdad completa
“Tu
Hijo, Señor, después de subir al cielo, envió sobre los apóstoles el Espíritu
Santo, que había prometido, para que penetraran en los misterios del reino”[5].
La súplica de la Iglesia
nace del deseo de conocer, ya que la vida eterna es conocer al Padre y a su
Hijo Jesucristo (cf. Jn 17,3); los misterios del reino no se abrieron a todos,
sino a aquellos que el Padre confió a su Hijo y que fueron instruidos por Él.
Ahora, en esta última etapa salvífica, Cristo instruye a los suyos por el
Espíritu Santo que tomando de lo de Cristo, nos otorga una comprensión mayor,
más profunda, más vital incluso. Más aún, ante el Misterio de Dios, al que se
accede por la fe y una sabiduría nueva, sabemos que necesitamos la guía y
asistencia del Espíritu Santo; nos regala algo nuevo, el sentido de Dios:
“Danos, Señor, el sentido de Dios, para que, ayudados por tu Espíritu,
crezcamos en el conocimiento de ti y del Padre”[6].
Ya
que el Espíritu prometido nos llevará a la verdad plena y nos convencerá del
pecado, Él robustecerá la fe de los que vacilan e iluminará nuestra fe,
confirmándola interiormente: “Envía tu Espíritu, luz de los corazones, para que
confirme en la fe a los que viven en medio de incertidumbres y dudas”[7].
No hay comentarios:
Publicar un comentario