Recordemos el texto de la plegaria de bendición del óleo de enfermos, bella, teológica, y sigamos con el inicio (nuevo) de esta plegaria: la invocación y la anámnesis o memorial, donde se recuerdan las acciones de Dios en favor de su pueblo.
Señor Dios,
Padre de todo consuelo,
que has
querido sanar las dolencias de los enfermos por medio de tu Hijo:
escucha con amor
la oración de nuestra fe
y derrama
desde el cielo tu Espíritu Santo Defensor sobre este óleo.
Tú que has
hecho que el leño verde del olivo
produzca
aceite abundante para vigor de nuestro cuerpo,
enriquece con
tu bendición + este óleo,
para que
cuantos sean ungidos con él
sientan en el
cuerpo y en el alma
tu divina
protección
y experimenten
alivio en sus enfermedades y dolores.
Que por tu
acción, Señor,
este aceite
sea para nosotros óleo santo,
en nombre de
Jesucristo, nuestro Señor.
Él, que vive y
reina por los siglos de los siglos.
2.2. Dios cura por medio de su Hijo
Después
de la aposición inicial, “Padre de todo consuelo”, una oración de relativo
completa el memorial declarando que “has querido sanar las dolencias de los
enfermos por medio de tu Hijo”, aspecto bajo el cual se muestra a Cristo como
médico.
En
la Escritura,
Dios mismo aparece como médico como una imagen apropiada para explicar su
actuar en favor de los hombres, en favor de su pueblo Israel. Afirma Ex 15,26: “Si escuchas realmente la voz del Señor, tu
Dios… no te inflingiré ninguna de las enfermedades que envié contra Egipto,
porque yo, el Señor, soy el que te da la salud”, y en el mismo sentido Dt
32,39: “Yo doy la muerte y la vida, yo
desgarro y yo curo”. Caso especial y revelador, el libro de Tobías y la
intervención del arcángel Rafael, cuyo nombre hebreo significa “Medicina de
Dios”: “Dios también me envió para
curarte a ti y a tu nuera Sara” (Tb 12,14).
En
el NT Cristo aparece como verdadero y auténtico Médico de la humanidad. En Él
se cumplen los oráculos proféticos, tal como recoge el evangelista Mateo
después de un largo día de curaciones: “curó
a todos los enfermos. Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: "Él
tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades" (8,16-17,
citando a Is 53,4). La acción taumatúrgica de Jesús es muy amplia y variada en
su vida terrenal: “curó a los enfermos”(Mt
14,14), “Jesús curó mucha gente de sus
enfermedades”(Lc 7,21); curaciones que muchas veces son narradas con
detenimiento en los evangelios: el paralítico (Mc 2,1-12), la hemorroísa (Lc
8,43ss), el leproso (Mc 1,40-45), el ciego del camino (Mc 10, 46-52), el ciego de nacimiento (Jn
9), etc.
Pero sobre
todo tiene especial valor la misma declaración que hace Jesús de sí mismo para
definir su misión salvadora: “No tienen
necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores” (Mt 9,12), presentándose de esta manera como
médico: “Hay que afirmar que la actividad
curativa y sanante de Jesús se orienta a la culminación de su ministerio en la
cruz. Su muerte en cruz es reconciliación y a la vez contestación de todo sufrimiento
inútil. Es victoria sobre el pecado y el mal”[1].
La Tradición recurrió a la
imagen de Cristo Médico para concentrar así la acción salvadora y redentora de
Cristo que incluye el cuerpo y el alma: ¿o no es la mayor prueba de
salud/salvación que el destino final es no sólo la inmortalidad del alma, sino
la glorificación del propio cuerpo con la resurrección?
El
lenguaje patrístico ejerció su influjo en la reflexión teológica sobre los
sacramentos y, qué duda cabe, en la elaboración de los textos eucológicos en el
transcurso de los siglos. Cristo Jesús es “médico de los cuerpos y de las
almas” (cf. Tertuliano, Apolog., 23,6-7). “Hay un solo médico, carnal y
espiritual, creado e increado, Dios hecho carne, vida verdadera en la muerte,
[nacido] de María y de Dios, primero pasible y, luego, impasible, Jesucristo
nuestro Señor”[2]. Pero “no curó a todos los
enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban
una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su
Pascua” (CAT 1505). “Vino el Salvador al género humano y a nadie halló sano.
Por eso vino como excelente Médico” (S. Agustín, Serm., 155,10). Y también:
“Sanarás de todas tu enfermedades. –Pero es que son muy grandes, me dices.
–Pues mayor es el Médico. Para el Médico omnipotente no hay enfermedad
incurable; únicamente ponte en sus manos, déjate curar por Él” (S. Agustín,
Enar. In Ps., 102,5).
Lo
que en otro tiempo, en su existencia terrena, obró en algunos enfermos, ahora,
por su Misterio pascual, abarca a todos. Ahora, brinda la salvación sin límite
alguno. Ahora, para todo hombre, para la entera humanidad, se ha manifestado el
poder salvador y curativo de nuestro Redentor por su pasión, por su Cruz y
Resurrección.
La
interpretación cristológica de la parábola del buen samaritano, sumada a la
consideración de Cristo-Médico, arroja luz clara sobre el misterio de la
sanación de los hombres, de la unción y del óleo realizada por Cristo en los
sacramentos, como canta un prefacio de reciente creación[3]. Esta
parábola del evangelio de san Lucas cobra su sensus plenior cuando se la
interpreta cristológicamente, cuando se ve en el buen samaritano una imagen,
una figura, del mismo Salvador nuestro que cura las heridas de quien se encuentra
caído y herido por los salteadores: la humanidad entera. “Y vendó sus heridas untándolas con aceite y vino. Este médico tiene
infinidad de remedios, mediante los cuales lleva a cabo, de ordinario, sus curaciones.
Medicamento es su palabra; ésta, unas veces, venda las heridas cuando expresa
un mandato de una dificultad más que regular; suaviza perdonando los pecados, y
actúa como el vino anunciando el juicio” (S. Ambrosio, Exp. In Lc., 7, 75). La
misericordia mueve a Cristo, la compasión dirige su alma. Ve la postración de
la humanidad, asaltada por bandidos y enemigos, y su misericordia le hace
ponerse en camino para rescatar a la humanidad. “Pasando el buen Samaritano por
allí, se compadeció, nos curó las heridas, nos levantó y sentó en su carne; y
después nos llevó al mesón de la
Iglesia, poniéndonos al cuidado del hostelero, conviene a
saber, de los apóstoles” (S. Agustín, Enar. In Ps., 125,15).
Su
misericordia curó nuestras heridas. Vino y aceite: abundancia, bendición, Eucaristía,
unción y Espíritu. El vino de su sangre derramada y entregada hoy en la Eucaristía; el aceite
de las unciones sacramentales, el bálsamo del Espíritu Santo derramándose en el
alma, impregnando de su Gracia.
Los
textos litúrgicos también invocan a Cristo como médico o con algún giro
semántico para expresarlo. Una breve reseña será suficiente para comprobarlo.
El
ritual de la Unción
propone, cuando un presbítero ha de bendecir el Óleo propone ad libitum una
triple invocación a cada persona de la Trinidad con una oración conclusiva. En la
invocación referida a Cristo, dirá el rito: “Bendito seas, Dios, Hijo
unigénito, que te has rebajado haciéndote hombre como nosotros, para curar
nuestras enfermedades” (RU 141), y a Cristo se le atribuye la curación del
cuerpo y del alma: “Te rogamos, Redentor nuestro, que por la gracia del
Espíritu Santo, cures el dolor de este enfermo, sanes sus heridas, cures el
dolor de este enfermo, sanes sus heridas, perdones sus pecados, ahuyentes todo
sufrimiento de su cuerpo y le devuelvas la salud espiritual y corporal” (RU 144).
La Liturgia de las Horas, en
las preces de Laudes y Vísperas, atribuye a Cristo la cualidad de médico capaz
de sanar el cuerpo y el alma: “Tú, Señor, que eres el médico de los cuerpos y
de las almas, sana las dolencias de nuestro espíritu, para que crezcamos cada
día en santidad”[4]; “Tú que exaltado en la
cruz quisiste ser atravesado por la lanza del soldado, sana nuestras heridas”[5]; “A
ti, que eres el médico de las almas y de los cuerpos, te pedimos que alivies a
los enfermos y des la paz a los agonizantes, visitándolos con tu bondad”[6].
Varios
ejemplos hallamos, asimismo, en nuestro rito hispano-mozárabe: “aunque heridos
por nuestras culpas, no nos veamos privados de tu gracia; Tú eres el médico,
nosotros los enfermos; Tú eres misericordioso, nosotros necesitados de
misericordia; por tanto, ya que no te escondemos nuestras heridas, devuélvenos
la salud por este sacrificio que nos reconcilia contigo”[7], “Él
[Jesucristo], la salud de los que viven”[8].
[1] BOROBIO, D., Sacramentos y sanación. Dimensión curativa
de la liturgia cristiana, Salamanca 2008, p. 24.
[2] S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA,
Ad Ephes., 7,2; FPa 1, Madrid 1991, p.111.
[3] “Jesús, nuestro Redentor. Porque él, en su vida
terrena, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal. También
hoy, como buen samaritano, se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en
su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la
esperanza” (Prefacio común VIII).
[4] Preces Laudes Domingo I
Cuaresma.
[5] Preces Laudes Viernes II
Cuaresma.
[6] Preces I Vísperas Domingo
III semana del Salterio.
[7] Post-Pridie, Domingo II de
Cotidiano.
[8] Post-Sanctus, Domingo II
de Cotidiano.
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