12. [Para contemplativos:] Tú, si estás
en el Monasterio para toda tu vida, es para seguir a Cristo viviendo en el
Misterio, oculta, sólo para Cristo y la Iglesia. A veces las pequeñas cosas que vivimos,
o lo que queremos para el futuro, estorban nuestra vida. En concreto, tu vida
monástica es sólo para Cristo. Entrégate a Él. LO DEMÁS NO IMPORTA.
13.
[Para consagrados:] Por los votos te unes a Cristo siendo como Él y viviendo una vida celestial,
signo del Reino. Primero el voto de castidad, la virginidad y limpieza del
corazón, despegando tu corazón de las cosas que te aten: todos los lazos que
incluso pueden ser legítimos, por el voto de castidad se tornan una carga.
Corazón libre para Cristo. Segundo, la pobreza, que es disponibilidad de espíritu
para lo que el Señor quiera, sin desear nada sino a Cristo, ni pedir nada, ni
exigir nada, ni enfadarse por nada que nos quiten o no nos den, tan sólo Cristo
que es nuestra riqueza. Pobreza y austeridad en lo que uses, en lo que gastes,
en todo... Finalmente, la obediencia: como Cristo obediente, la obediencia monástica
es estar siempre bajo la palabra y autoridad de los superiores, del Abad, de la Abadesa. Da igual si hoy
te dicen haz esto y mañana te mandan lo contrario, ¡no importa!, el corazón
debe obedecer sin discutir, ni exigir, callando, aunque tuvieses razón. No
responder mal, no hablar mal a los superiores. Pídeselo al Señor.
14. ¡Cristo! Él
se nos da. Él es bueno, Él se vuelca en nuestra alma. La paz que Él otorga no
la conoce el mundo. Por eso todo se mira y se siente de forma distinta, más
plena, se goza más, y la oración es más fluida en esos tiempos, porque el Señor
lleva a mayor unión de amor con Él. Estorban los libros, hasta las palabras, sólo
importa estar con Él amándole.
15. Habla con
el Señor, quédate amando. La pasión por Cristo, el amor ardiente, lo da el
trato cada vez más interior y asiduo con Él. “Mi amado es para mí y yo soy para
mi Amado”.
16. La mirada
de Cristo siempre es de amor y compasión aunque sean muchas nuestras
debilidades y faltas, porque Él nos acoge y nos quiere. Por nuestra parte se
requiere el deseo y la inquietud de amarle y entregarnos a Él, muriendo a
nosotros mismos (celos, envidia, orgullo, soberbia...) y viviendo para Él.
17. La belleza
de la liturgia levanta el corazón hacia el Señor e invita a un entrar en lo
hondo del Misterio que resulta ser aire puro, brisa fresca del Espíritu del
Señor. Él se nos da pero si lo deseamos. Si estamos apagados, sin ganas, pasará
de largo; si nos ve encendidos en deseos santos, vendrá y llamará a la puerta.
¡Qué alegría oír el grito de alarma –tan esperado-: “¡Que llega el Esposo,
salid a recibirlo!”.
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