viernes, 8 de mayo de 2020

Acudir al Sagrario


El corazón debe descubrir al Señor en el Sagrario. Hay una mirada de fe que siente interiormente a Cristo en el Sagrario. Pocos lugares más apropiados y acogedores para sentir y gozar su Presencia y entregarnos a Él, para orar y meditar, que el Sagrario. Un objetivo importante lo trazó Juan Pablo II en la Carta Apostólica Mane nobiscum Domine: 


“La presencia de Jesús en el sagrario ha de constituir un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de él, capaces de permanecer largo rato escuchando su voz y casi sintiendo los latidos de su corazón: “¡Gustad y ved qué bueno es el Señor!”” (n. 18).

No pases delante de una iglesia abierta sin pararte unos minutos ante el Señor en el Sagrario. Él te espera, manso y humilde de corazón, para compartir tus cargas y tus cansancios.

Espiritualmente, hace mucho bien al alma detenerse unos instantes ante el sagrario y hacer una visita, es un “breve encuentro con Cristo, motivado por la fe en su presencia y caracterizado por la oración silenciosa” (Directorio Liturgia y piedad popular, n. 165). 

Al encontrarse con Cristo en el Sagrario para una breve visita o hacer un rato amplio de oración, se puede gozar de la comunión espiritual con el mismo Cristo Resucitado. El Magisterio de la Iglesia enseña que “al detenerse junto a Cristo Señor, disfruten en íntima familiaridad, y ante Él abren su corazón rogando por ellos y por sus seres queridos y rezan por la paz y la salvación del mundo” (Instrucción Eucharisticum Mysterium, n. 50).

Sería una tremenda ingratitud olvidar al Señor en el Sagrario, no hacer la genuflexión al pasar delante de él y saludarlo, no visitarlo, ni estar con él, y centrar nuestra atención en las imágenes. No consintamos ese desprecio al Señor; no dejemos ni convirtamos nuestro sagrario en un sagrario abandonado. Él se hace Compañero nuestro en el Sagrario: disfrutemos de su Compañía real y sacramental.


            El Sagrario, que también se denomina tabernáculo o reserva eucarística, guarda tras su puerta las especies eucarísticas, el pan que consagrado en la Santa Misa se ha convertido en el Cuerpo real de Cristo, verdadera y sustancialmente. Una vela normalmente roja arde siempre encendida cerca de él, como una ofrenda (nuestra vida debe consumirse siempre ante el Señor) y como una señal para que siempre se sepa dónde está el Santísimo. A veces el Sagrario se cubre también con un velo o cortina (el conopeo) que sirve igualmente para señalar dónde está el Señor. Cuando se pasa delante del Sagrario, y sólo para el Señor sacramentado (no ante cualquier altar, retablo o imagen), se hace la genuflexión, es decir, se hace un signo que consiste en poner la rodilla derecha en tierra, pausadamente, para saludar al Señor en homenaje de amor y reverencia. Al entrar en una iglesia, y tras santiguarse con el agua bendita como memoria del bautismo, lo primero es buscar dónde está el Sagrario, hacer la genuflexión y luego orar de rodillas ante él.

Un buen católico sabe estas cosas, las practica y las ama. 
Un buen católico, que ama a Jesús, convierte el Sagrario en el centro de su vida cristiana, de su oración, de su amor. 
No se le ocurre a un buen católico omitir la genuflexión ante el Sagrario o pasar delante de una iglesia abierta y no pararse cinco minutos a hacer la visita a Jesús Sacramentado en el Sagrario. 
Son cosas fundamentales. Elementales. 
Son inherentes a cualquier católico porque forman parte de la tradición católica que tantos frutos ha dado en santidad, en testimonio, en martirio.

La clave de la santidad es pasar muchas horas de sagrario y de custodia. Para ser santos es imprescindible estar muchos ratos de rodillas ante el Santísimo expuesto. Pablo VI escribía de forma bellísima en su encíclica Mysterium fidei: 


“todo el que se vuelve al augusto sacramento eucarístico con particular devoción y se esfuerza en amar a su vez con prontitud y generosidad a Cristo que nos ama infinitamente, experimenta y comprende a fondo, no sin gran gozo y aprovechamiento del espíritu, cuán preciosa es la vida escondida con Cristo en Dios y cuánto sirve estar en coloquio con Cristo: nada más dulce, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad” (MF n. 68). 


Y en palabras de Juan Pablo II:  


La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este Sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración” (Carta Dominicae Cenae, 3).


La última encíclica que escribió Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, ofrece una perspectiva espiritual muy hermosa de la adoración eucarística: 

“Es hermoso estar con Él, y reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto, palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el “arte de la oración”, ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento?” (EdE, 25).

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