La fe es un conocimiento nuevo
y superior, una percepción nueva de la realidad, de todo lo creado, de la vida
y de uno mismo; no un conocimiento técnico, de pruebas de laboratorio o de
empirismo que sólo conoce aquello que experimenta y demuestra racionalmente, o
aquello únicamente que uno puede ver y tocar, pero sí un conocimiento que no
contradice a la razón, basado en la autoridad de la Palabra de Dios, en los signos
y obras de Cristo y en el testimonio de quienes vieron estas cosas y nos las
han transmitido.
“La fe es un reino de misterio; para nosotros la fe, durante esta vida que es todavía un aprendizaje, una iniciación, una fe oscura; la fe no se apoya sobre argumentos de evidencia racional; se apoya, sí, en formidables razones de credibilidad tanto intrínseca como extrínseca, pero está basada de por sí sobre la autoridad de una Revelación, sobre la Palabra de Dios” (Pablo VI, Catequesis, 18-mayo-1977).
La fe
es luz, conocimiento y sabiduría del corazón para vivir. ¡Qué necesaria y qué
gozosa la fe! Y sin fe, por el contrario, cuánto absurdo, cuántas preguntas sin
respuesta, qué tono más triste adquiere todo. Este conocimiento por fe nos
revela el sentido y la medida de todo.
“La fe, o sea nuestro asentimiento a la Palabra de Dios, tal cual nos la enseña la Iglesia, no es un sentimiento superfluo para la vida del hombre, sino necesario para conocer la verdad acerca de Dios, acerca de nuestras relaciones con Él, acerca de nuestro destino trascendente, acera de las relaciones con nuestros hermanos, es decir, con todos los hombres, acerca, en fin, de nuestra manera de pensar y de vivir.El sentido verdadero del mundo y de la vida nos lo ha descubierto la fe, es decir, la religión, la auténtica; y no sólo la religión instintiva, sentimental y subjetiva, la nacida quizá de alguna experiencia espiritual nuestra; o el pluralismo vacío e incierto de nuestros sentimientos o de nuestros pensamientos personales; ni tampoco un oportunismo sin significación; y menos aún una mentalidad negativa o el fácil descuido del mundo religioso, como si éste fuera una divagación vaga e inútil” (Pablo VI, Catequesis, 19-octubre-1977).
La fe, pues es conocimiento de Dios, implica ya toda la
vida; quien conoce a Dios queda afectado, implicado en una vida nueva que tiene
que ver con todo lo que él es, con lo que vive y siente, con lo que sueña y por
lo que lucha. La fe modela la existencia y orienta a toda la persona a Dios. La
fe que tiene que ver que todo el hombre (su memoria, su inteligencia y su
voluntad) y de ahí que quien vive de la fe adquiere sabiduría de corazón y una
luz distinta orienta sus decisiones, su forma de relacionarse y de amar. El
vivir de cada día recibe una nueva impronta con el don de la fe porque, en palabras
del Concilio Vaticano II, “el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos
debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (GS
43).
“Nuestra concepción práctica de la vida debe seguir conservando para Dios, para la religión, para la fe y para la salud espiritual el primer puesto; y no sólo un primer puesto de honor, puramente formal o ritual, sino también lógico y funcional. Cada uno de nosotros puede decir: si yo soy auténticamente cristiano y llevo este título con el debido honor, poseo la clave interpretativa de la auténtica vida, la fortuna suprema, el bien superior, el primer grado de la verdadera existencia, mi intangible dignidad, mi libertad inviolable.
La cosa más valiosa y más importante es mi colocación con respecto a Dios. La jerarquía de mis deberes sigue conservando para Dios el primer puesto... La orientación principal de la vida, el eje central y director de mi humanismo sigue siendo el teológico. El precepto que campea por encima de todos los demás y que los sintetiza sigue siendo el del amor a Dios” (Pablo VI, Catequesis, 26-julio-1972).
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