sábado, 2 de mayo de 2020

La nupcialidad de los consagrados



La Iglesia afirma con claridad que la existencia de las contemplativas tienen una vida y una misión; en cuanto a su vida, es un estilo propio, definido por la esponsalidad con Cristo, la santidad de vida, la entrega a la alabanza y a la oración; la misión, fecundar, misteriosamente, la santidad de la Iglesia, la predicación evangélica. Su misión, es, en el sentido que ya hemos contemplado, reparadora; la monja, despreocupada de sí, negándose a sí misma, vive para la Iglesia, poniendo amor en la Iglesia, reparando con sus penitencias, orando e intercediendo constantemente ante Dios. 



Esa es su misión primordial, reafirmada en todos los documentos eclesiales referidos a la vida contemplativa; por ejemplo, Juan Pablo II, habla así de los institutos contemplativos:

            Son para la Iglesia un motivo de gloria y una fuente de gracias celestiales. Con su vida y su misión, sus miembros imitan a Cristo orando en el monte, testimonian el señorío de Dios sobre la historia y anticipan la gloria futura.
            En la soledad y el silencio, mediante la escucha de la palabra de Dios, el ejercicio del culto divino, la ascesis personal, la oración, la mortificación y la comunión en el amor fraterno, orientan toda su vida y actividad a la contemplación de Dios. Ofrecen así a la comunidad eclesial un singular testimonio del amor de la Iglesia por su Señor y contribuyen, con una misteriosa fecundidad apostólica, al crecimiento del pueblo de Dios (Vita consecrata, 8).

            Las monjas de clausura viven y anticipan los desposorios de Cristo con la Iglesia, pudiendo decir, en esta pertenencia, “mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado” (Cant 2,16). Ellas participan ya de este misterio nupcial, lo prefiguran, lo contienen en sus vidas, lo anuncian a los hombres. 


Este misterio matrimonial, de íntima unión con Cristo, convierte la reparación, la oblación, la entrega, en un ejercicio de fecundidad espiritual por bien de la Iglesia. La esterilidad del alma (que se convertirá en relajación espiritual, en tibieza o en mediocridad) impide ver más allá del propio mundo interior; la fecundidad espiritual hace que la monja, situada en el corazón de la Iglesia, contribuya con su vida al bien de la Iglesia, atendiendo a su Señor y en bien de sus hermanos. 

Esta fecundidad es fuego de amor de Dios, deseos de que todos conozcan, amen y siguen a Cristo y lleva a la Iglesia entera en su corazón. Esto moverá a la monja a vivir con mayor fidelidad y radicalidad su propia vocación, pondrá amor allí donde no hay amor, con su penitencia restablecerá la comunión de aquellos que se han alejado; con sus oraciones, alcanzará del cielo gracias suficientes para la Iglesia, despertará vocaciones, hará que la predicación evangélica arraigue, sostendrá a los débiles, santificará a todo el pueblo cristiano. 


“Los contemplativos se parecen a grandes corrientes subterráneas, que ocasionalmente salen a flor de tierra en los lugares menos pensados formando manantiales, o bien delatan su existencia por la vegetación que desde el fondo alimentan”[1].

 “El cristiano que se decide a abrazar la vida contemplativa penetra en el centro de la Iglesia; renuncia, por así decirlo, a ser una persona individual, un miembro individual de la Iglesia. Se torna anónimo, entrega su corazón a la Iglesia y recibe de ésta el corazón de ella. Por amor a la totalidad, supera la parcialidad, la condición de parte... por amor a aquella totalidad que es la respuesta del mundo –respuesta donada y posibilitada por Cristo- a la totalidad que se derrama en el mundo: la unidad de la Iglesia. Por tal motivo, no hay nadie tan completamente expropiado como el contemplativo”[2]


En esta expropiación, prolonga el amor de Iglesia a su Señor y Esposo, y por la cruz, semilla fecunda, da vida y fecundidad. Es una participación en el misterio de la Iglesia que invita a la monja a reproducir en su vida la “maternidad espiritual” de la misma Iglesia:


            En María está particularmente viva la dimensión de la acogida esponsal, con que la Iglesia hace fructificar en sí misma la vida divina a través de su amor total de virgen. La vida consagrada ha sido siempre vista prevalentemente en María, la Virgen esposa. De ese amor virginal procede una fecundidad particular, que contribuye al nacimiento y crecimiento de la vida divina en los corazones (Vita consecrata, 34).


            De este modo, el amor de la Iglesia Esposa a su Señor es prolongado en las vírgenes consagradas. Entregan su Amor al Señor en su vida, en su oración, en sus obras, en sus penitencias. Este amor repara la frialdad y el pecado en la Iglesia y es tan sobreabundante que llega a ser un amor apostólico, alcanzando una fecundidad esponsal: la vida divina crece en los corazones de los hijos de la Iglesia. El mismo Juan Pablo II afirma: “como expresión del puro amor, que vale más que cualquier obra, la vida contemplativa tiene también una extraordinaria eficacia apostólica y misionera”[3].

            El estilo de ser de los contemplativos, halla su máxima expresión y una epifanía sacramental en la celebración de la Eucaristía, sacrificio eucarístico, y la celebración del Oficio, sacrificio de alabanza. Marcada la vida de los contemplativos con el ritmo del sacrificio eucarístico y del sacrificio de alabanza, constantemente adoran a Dios, cantan sus alabanzas, llevando en su corazón la Iglesia, orando en nombre de la Iglesia. Todo lo vive desde la participación litúrgica, ofreciendo su vida “por Cristo, con Él y en Él”. Clausura, Eucaristía, Oficio divino y entrega reparadora:

            Al elegir un espacio circunscrito como lugar de vida, las claustrales participan en el anonadamiento de Cristo mediante una pobreza radical que se manifiesta en la renuncia no sólo de las cosas, sino también del “espacio”, de los contactos externos, de tantos bienes de la creación. Este modo singular de ofrecer el “cuerpo” las introduce de manera más sensible en el misterio eucarístico. Se ofrecen con Jesús por la salvación del mundo. Su ofrecimiento, además del aspecto de sacrificio y de expiación, adquiere la dimensión de la acción de gracias al Padre, participando de la acción de gracias del Hijo predilecto (Vita consecrata, nº 59).



[1] VON BALTHASAR, La oración contemplativa, pág. 62.

[2] VON BALTHASAR, Filosofía, cristianismo, monacato..., pág. 443.

[3] JUAN PABLO II, Vita consecrata, nº 59.

2 comentarios:

  1. Felicidades don Javier. Abrazos fraternos.

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  2. Mi hija Teresita es contemplativa, hace ya 7 años y 8 meses.
    Gracias por tan lindas palabras.
    La extraño tanto! Pero sé que tiene el mejor marido!!! Dios sea bendito!

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