La Iglesia afirma con claridad que la existencia de las contemplativas tienen
una vida y una misión; en cuanto a su vida, es un estilo propio, definido por
la esponsalidad con Cristo, la santidad de vida, la entrega a la alabanza y a
la oración; la misión, fecundar, misteriosamente, la santidad de la Iglesia, la predicación
evangélica. Su misión, es, en el sentido que ya hemos contemplado, reparadora;
la monja, despreocupada de sí, negándose a sí misma, vive para la Iglesia, poniendo amor en la Iglesia, reparando con sus
penitencias, orando e intercediendo constantemente ante Dios.
Esa es su misión
primordial, reafirmada en todos los documentos eclesiales referidos a la vida
contemplativa; por ejemplo, Juan Pablo II, habla así de los institutos
contemplativos:
Son para la Iglesia un motivo de
gloria y una fuente de gracias
celestiales. Con su vida y su
misión, sus miembros imitan a Cristo orando en el monte, testimonian el
señorío de Dios sobre la historia y anticipan la gloria futura.
En la soledad y el silencio, mediante la escucha de la
palabra de Dios, el ejercicio del culto divino, la ascesis personal, la
oración, la mortificación y la comunión en el amor fraterno, orientan toda su
vida y actividad a la contemplación de Dios. Ofrecen así a la comunidad
eclesial un singular testimonio del amor de la Iglesia por su Señor y
contribuyen, con una misteriosa
fecundidad apostólica, al crecimiento del pueblo de Dios (Vita
consecrata, 8).
Las monjas de clausura viven y
anticipan los desposorios de Cristo con la Iglesia, pudiendo decir, en esta pertenencia, “mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado”
(Cant 2,16). Ellas participan ya de este misterio nupcial, lo prefiguran, lo
contienen en sus vidas, lo anuncian a los hombres.
Este misterio matrimonial,
de íntima unión con Cristo, convierte la reparación, la oblación, la entrega,
en un ejercicio de fecundidad espiritual por bien de la Iglesia. La
esterilidad del alma (que se convertirá en relajación espiritual, en tibieza o
en mediocridad) impide ver más allá del propio mundo interior; la fecundidad
espiritual hace que la monja, situada en el corazón de la Iglesia, contribuya con su
vida al bien de la Iglesia,
atendiendo a su Señor y en bien de sus hermanos.
Esta fecundidad es fuego de
amor de Dios, deseos de que todos conozcan, amen y siguen a Cristo y lleva a la Iglesia entera en su
corazón. Esto moverá a la monja a vivir con mayor fidelidad y radicalidad su
propia vocación, pondrá amor allí donde no hay amor, con su penitencia
restablecerá la comunión de aquellos que se han alejado; con sus oraciones,
alcanzará del cielo gracias suficientes para la Iglesia, despertará
vocaciones, hará que la predicación evangélica arraigue, sostendrá a los
débiles, santificará a todo el pueblo cristiano.
“Los contemplativos se parecen a grandes corrientes subterráneas, que ocasionalmente salen a flor de tierra en los lugares menos pensados formando manantiales, o bien delatan su existencia por la vegetación que desde el fondo alimentan”[1].“El cristiano que se decide a abrazar la vida contemplativa penetra en el centro de la Iglesia; renuncia, por así decirlo, a ser una persona individual, un miembro individual de la Iglesia. Se torna anónimo, entrega su corazón a la Iglesia y recibe de ésta el corazón de ella. Por amor a la totalidad, supera la parcialidad, la condición de parte... por amor a aquella totalidad que es la respuesta del mundo –respuesta donada y posibilitada por Cristo- a la totalidad que se derrama en el mundo: la unidad de la Iglesia. Por tal motivo, no hay nadie tan completamente expropiado como el contemplativo”[2].
En esta expropiación,
prolonga el amor de Iglesia a su Señor y Esposo, y por la cruz, semilla
fecunda, da vida y fecundidad. Es una participación en el misterio de la Iglesia que invita a la
monja a reproducir en su vida la “maternidad espiritual” de la misma Iglesia:
En María está particularmente viva la dimensión de la acogida esponsal, con que la Iglesia hace fructificar en sí misma la vida divina a través de su amor total de virgen. La vida consagrada ha sido siempre vista prevalentemente en María, la Virgen esposa. De ese amor virginal procede una fecundidad particular, que contribuye al nacimiento y crecimiento de la vida divina en los corazones (Vita consecrata, 34).
De este modo, el amor de la Iglesia Esposa a su
Señor es prolongado en las vírgenes consagradas. Entregan su Amor al Señor en
su vida, en su oración, en sus obras, en sus penitencias. Este amor repara la
frialdad y el pecado en la
Iglesia y es tan sobreabundante que llega a ser un amor
apostólico, alcanzando una fecundidad esponsal: la vida divina crece en los
corazones de los hijos de la
Iglesia. El mismo Juan Pablo II afirma: “como expresión del
puro amor, que vale más que cualquier obra, la vida contemplativa tiene también
una extraordinaria eficacia apostólica y misionera”[3].
El estilo de ser de los
contemplativos, halla su máxima expresión y una epifanía sacramental en la
celebración de la
Eucaristía, sacrificio eucarístico, y la celebración del
Oficio, sacrificio de alabanza. Marcada la vida de los contemplativos con el
ritmo del sacrificio eucarístico y del sacrificio de alabanza, constantemente
adoran a Dios, cantan sus alabanzas, llevando en su corazón la Iglesia, orando en nombre
de la Iglesia. Todo
lo vive desde la participación litúrgica, ofreciendo su vida “por Cristo, con
Él y en Él”. Clausura, Eucaristía, Oficio divino y entrega reparadora:
Al elegir un espacio
circunscrito como lugar de vida, las claustrales participan en el anonadamiento
de Cristo mediante una pobreza radical que se manifiesta en la renuncia no sólo
de las cosas, sino también del “espacio”, de los contactos externos, de tantos
bienes de la creación. Este modo singular de ofrecer el “cuerpo” las introduce
de manera más sensible en el misterio eucarístico. Se ofrecen con Jesús por la salvación del mundo. Su
ofrecimiento, además del aspecto de sacrificio y de expiación, adquiere la
dimensión de la acción de gracias al Padre, participando de la acción de
gracias del Hijo predilecto (Vita consecrata, nº 59).
Felicidades don Javier. Abrazos fraternos.
ResponderEliminarMi hija Teresita es contemplativa, hace ya 7 años y 8 meses.
ResponderEliminarGracias por tan lindas palabras.
La extraño tanto! Pero sé que tiene el mejor marido!!! Dios sea bendito!