b) “Espíritu de la verdad”[1]
Este
bello nombre es dado por Jesús al Espíritu Santo. El espíritu de la mentira
viene del Maligno para engañar y seducir, para hacernos tropezar y enredarnos a
fin de no descubrir a Dios sino caer en las trampas del cazador.
El Maligno
engaña, es el padre de la mentira, sus palabras son engañosas: "Homicida desde el principio, mentiroso
y padre de la mentira" (Jn 8, 44).
Por
el contrario, sabemos que Cristo es “el
camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6), y el Espíritu Santo, que es veraz,
nos lleva a Cristo. Sus palabras son veraces para que reconozcamos la Verdad, la percibamos con
una certeza interna única.
El Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, es
el “Espíritu de la verdad” ya que nos conduce a la Verdad que es Cristo, la
verdad “que nos hace libres” (Jn
8,32).
Guía la conciencia, la razón y el corazón para descubrir la Verdad. Sería tarea
lenta y preciosa del Espíritu Santo conducir a la Iglesia una mejor y más
renovada comprensión de todo lo que Cristo había dicho, descubriéndonos tesoros
insospechados y actualizando, en el hoy de la Iglesia, la Palabra de Cristo.
No
inventará nada, no añadirá nada que no estuviera ya en ese núcleo: “hablará de lo que oye” (Jn 16,14); no
habrá una revelación del Espíritu distinta de la de Cristo, más “universal” y a
la par “sincretista”, según introducen algunas ideologías. Toma de lo de
Cristo, y lo da a entender, re-cordándolo (volviendo a pasar por el corazón) a la Iglesia. Una única
revelación como único es el Señor, y ninguna antinomia entre Cristo y su
Espíritu, entre el Espíritu y su Iglesia[2].
c) Consolador
“Tu
Espíritu consolador”[3];
“solaz en el trabajo”[4];
“fuente del mayor consuelo... descanso de nuestro esfuerzo, / tregua en el duro
trabajo, / brisa en las horas de fuego, / gozo que enjuga las lágrimas...”[5];
“Paraclitus / Consolador”[6].
Una acción íntima, propia
sólo de Dios en el alma humana, es la de consolar. “Como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (Is
66,13) y espera de sus profetas que consuelen: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice el Señor, y hablad al corazón de
Jerusalén” (Is 40,1). Israel está abatido, sufre el exilio, necesita
reanimar su esperanza. Dios consuela con afecto, con ternura.
Jesús
sabe que su ausencia provocará tristeza entre los suyos y les promete enviar al
Consolador que transformará su tristeza en alegría y gozo que nadie les pueda
arrebatar.
Si Cristo consoló a los afligidos y alivió el dolor de quienes sufrían,
ahora “otro Paráclito” (Jn 14,16)
continuará su función y ministerio.
No faltarán pruebas y tribulaciones,
oscuridades y persecuciones; el Espíritu Santo es consolación para que nada nos
pueda abatir, ni quebrar, sino que será bálsamo para el alma, aceite para las
heridas, esperanza en el desaliento, descanso en los duros trabajos del
Evangelio.
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