domingo, 10 de mayo de 2020

Aleluya - I (Respuestas - XII)



1. El Aleluya en las Escrituras

            Aleluya es el canto de los redimidos, Aleluya es la alegría del corazón ante el Señor.

            Con unas pocas sílabas se contiene y se manifiesta júbilo, gozo, alegría, fe, exultación. Es palabra hebrea que la liturgia ha mantenido en su lengua original sin traducirla, como también ha hecho con “Amén” y con “Hosanna”.



            Aleluya se considera una palabra sagrada. Se prefirió mantenerla en su lengua original. San Agustín así lo explica: “hay palabras que por su autoridad más santa, aunque en rigor pudieran ser traducidas, siguen pronunciándose como en la antigüedad, tales como son el Amén y el Aleluya” (De doc. chr., 11). El gran Padre hispano, san Isidoro de Sevilla, también explica porqué no se tradujo:

“No es en manera alguna lícito ni a griegos ni a latinos ni a bárbaros traducir en su propia lengua, ni pronunciar en otra cualquiera, las palabras Amén y Aleluya… Tan sagradas son estas palabras, que el mismo san Juan dice en el Apocalipsis que, por revelación del Espíritu Santo, vio y oyó la voz del ejército celestial como la voz de inmensas aguas y de ensordecedores truenos que decían: Amén y Aleluya. Y por eso deben pronunciarse en la tierra como resuenan en el cielo” (Etim. VI, 19).

            Otro testimonio más, en este caso, de san Beda el Venerable: “Este himno de divina alabanza, por reverencia a la antigua autoridad, es cantado por todos los fieles en todo el mundo con una palabra hebrea” (Hom. in Dom. post Asc., PL 94,185).


Se compone de dos partes: “Hallel” y “yah”, correspondientes a “Hallel”, que significa “alabad” y “yah”, del nombre Yahvé. “Alabad al Señor” o “Alabad a Dios”, y al decirlo, aleluya, ya se está alabando con el canto y el júbilo de corazón.

Abundan los ejemplos en las santas Escrituras, desde el Antiguo Testamento hasta su último libro, el Apocalipsis; unas veces como aclamación, “aleluya”, y otras veces, como en muchos salmos, viene traducida: “alabad al Señor”. Hasta en los momentos de mayor aflicción, incluso en el destierro, la promesa que levanta de nuevo la esperanza es poder cantar “aleluya” al Señor, por ejemplo, en el cántico de Tobías: “las puertas de Jerusalén entonarán cantos de alegría y todas sus casas cantarán: Aleluya, bendito sea el Dios de Israel” (Tb 13,17).

¡Aleluya! ¡Alabad al Señor! Así tenemos el conjunto de salmos del Hallel (o Aleluya) que se cantaba en la Cena pascual de Israel, y que Jesús mismo cantó: “Después de cantar el himno, salieron para el Monte de los Olivos” (Mt 26,30; Mc 14,26). Comienza con el salmo 112: “Alabad siervos del Señor”, y sigue hasta el salmo 135, el himno pascual, el último salmo que se cantaba en la Cena pascual.

El mismo Salterio concluye con tres salmos aleluyáticos, como broche de oro y colofón glorioso. Así el salmo 148: “Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto”; después el salmo 149: “Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza”, para concluir con el gran Aleluya que es el salmo 150, y empieza cada versículo con “aleluya”: “Alabad al Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. Alabadlo por sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa grandeza”.

Hay salmos, en el Salterio mismo, cuya primera palabra es “Aleluya”, aunque se haya omitido en la Liturgia de las Horas para poder cantarlos siempre y en todo tiempo litúrgico. Por ejemplo: “Aleluya. Dad gracias al Señor, aclamad su nombre” (Sal 104), “Aleluya. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 105; 106), “Aleluya. Dad gracias al Señor de todo corazón” (Sal 110), “Aleluya. Dichoso quien teme al Señor” (Sal 111), “Aleluya. Alabad, siervos del Señor” (Sal 112), “Aleluya. Cuando Israel salió de Egipto” (Sal 113A), y así podría proseguirse la enumeración.

En el cielo, la alabanza festiva y la adoración de los ángeles y los santos y los redimidos es un jubiloso Aleluya según revela el Apocalipsis:

Oí después en el cielo algo que recordaba el vocerío de una gran muchedumbre; cantaban: «Aleluya. La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos...»
Y repitieron: «Aleluya...»
Se postraron los veinticuatro ancianos y los cuatro vivientes rindiendo homenaje a Dios, que está sentado en el trono, y diciendo: «Amén. Aleluya.»
Y salió una voz del trono que decía: «Alabad al Señor, sus siervos todos, los que le teméis, pequeños y grandes.»
Y oí algo que recordaba el rumor de una muchedumbre inmensa, el estruendo del océano y el fragor de fuertes truenos. Y decían:
«Aleluya. Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo, alegrémonos y gocemos y démosle gracias. Llegó la boda del Cordero, su esposa se ha embellecido, y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura -el lino son las buenas acciones de los santos-. (Ap 19,1-6).


            Refleja este texto, sin duda, la praxis de la primera Iglesia que cantó el Aleluya en su liturgia. Lo había heredado de la liturgia sinagogal, en la que participaban habitualmente Cristo (Mt 12,9; Mc 1,21; 3,1; 6,2, etc.; “como era su costumbre”, Lc 4,16), y los Apóstoles (Hch 13,16; 14,1; 17,10; 18,4) y lo cantaban.

            Con normalidad, la Iglesia asumió el canto del Aleluya para el culto cristiano. “Cantad y salmodiad”, como san Pablo exhortaba (cf. Ef 5,19; Col 3,16) significaba cantar “Aleluya”, como san Agustín interpreta: “Estad atentos los que sabéis cantar y salmodiar en vuestros corazones a Dios, dando gracias siempre por todas las cosas y alabad a Dios, pues esto significa Aleluya” (Enar. in Ps. 110, 1).

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