miércoles, 6 de mayo de 2020

Pobreza evangélica y sencillez (santidad)




“Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5,3). “Sencillos como palomas...” (Mt 10,16).

“[Los santos son] testigos... radicales de Cristo” (JUAN PABLO II, Meditación en las Grutas vaticanas, 15-marzo-1994).

“La serenidad interior [es] típica de los santos, debida a su fe absoluta en Dios y en su providencia” (JUAN PABLO II, Discurso a los peregrinos asistentes a unas beatificaciones, 8-octubre-2001).




  
              Una característica de la santidad que encontramos en los santos es la pobreza evangélica y la sencillez. La pobreza evangélica manifestada en el desprendimiento y donación de todo lo que tenían, para vivir de la Providencia. “Nadie puede servir a dos señores... no podéis servir a Dios y al dinero”. 

La pobreza evangélica es poner la vida en las manos de Dios sabiendo que con el Señor nada nos puede faltar; que los bienes de la tierra no dan la felicidad y que el dinero no es, en modo alguno, nuestra salvación. “Bajan derechos a la tumba, se desvanece su figura y el abismo es su casa”, dice el salmo 48 de los que ponen su confianza en el dinero. 

Por otro lado, en todos los santos, esta pobreza evangélica permite que la santidad se convierta en sencillez y en limpieza de corazón. Creyeron que el Evangelio era posible vivirlo, vivirlo tal cual, vivirlo en cada una de las frases que están escritas. Lo creyeron y lo consiguieron. 



No tenía doblez de corazón; no usaba las medias palabras ni las medias verdades; no buscaba rendijas y huecos por los que meterse, sino que vivió en total transparencia, porque “la verdad os hará libres” dice el Evangelio de San Juan. Con esta sencillez de corazón y esa pobreza evangélica, los santos, cada uno de ellos, desplegaron a su alrededor olas de renovación y de vida.

 Mirando la santidad de tantos hermanos nuestros, podemos animarnos unos a otros pensando y sabiendo que, puesto que el evangelio es posible vivirlo, nosotros también podemos lanzarnos, sin miedo, a vivir el Evangelio. 

Lo podemos hacer con la gracia de Cristo; podemos alcanzar la meta de que el Evangelio sea la norma segura e inspiradora de todos nuestros criterios, de todos nuestros pensamientos, de todas nuestras acciones.

Mirando la santidad de tantos hermanos nuestros -que son norma, canon ejemplar para nosotros-, podemos empezar a vivir de una vez como Cristo en el Evangelio, “manso y humilde de corazón”, con la sencillez, la paciencia y la mansedumbre de los santos; vivir siendo transparentes como lo fue el mismo Cristo.

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