Ex memoria gratitudo.
De la memoria brota la gratitud.
Para que la inercia nunca apague el alma, ni lo cotidiano –siempre corriendo- impida vislumbrar el presente en su totalidad, es bueno el recurso a la memoria porque de ella brotará la gratitud y la alabanza al Señor. Lo cotidiano se convierte en muchas ocasiones en una dificultad añadida para gozar, saborear la existencia y agradecer al Señor sus múltiples dones y gracias. Todo es distinto cuando miramos nuestra historia y vemos en ella las múltiples huellas amorosas de las manos del Padre. El corazón, al hacer este ejercicio de memoria, prorrumpe en alabanza (memorial litúrgico y acción de gracias), relee el presente con gratitud y mira al futuro con esperanza, confiando en la Gracia y el Don.
Para que la inercia nunca apague el alma, ni lo cotidiano –siempre corriendo- impida vislumbrar el presente en su totalidad, es bueno el recurso a la memoria porque de ella brotará la gratitud y la alabanza al Señor. Lo cotidiano se convierte en muchas ocasiones en una dificultad añadida para gozar, saborear la existencia y agradecer al Señor sus múltiples dones y gracias. Todo es distinto cuando miramos nuestra historia y vemos en ella las múltiples huellas amorosas de las manos del Padre. El corazón, al hacer este ejercicio de memoria, prorrumpe en alabanza (memorial litúrgico y acción de gracias), relee el presente con gratitud y mira al futuro con esperanza, confiando en la Gracia y el Don.
La memoria queda purificada e iluminada, robustecida, y muchas heridas se cierran indirectamente, por esta memoria del corazón. Es preciso recordar los beneficios divinos. El recuerdo invita a la gratitud y ésta contribuye a mantener vivo el recuerdo; es la necesidad tan beneficiosa de cultivar la memoria del corazón.
En los Ejercicios Espirituales, S. Ignacio señala este trabajo espiritual en la Contemplación para alcanzar amor:
Esto desemboca en la entrega confiada y libre de la persona, también de la memoria como facultad del alma y de la propia historia –con sus aciertos y errores, sus fortalezas y debilidades, su generosidad y su pecado-, diciendo así:
El mismo proceso es bueno realizarlo con los distintos momentos y llamadas del Señor para vivir la propia vocación (matrimonial, viudez consagrada, contemplativa, sacerdotal); recordar la fuerza de su llamada, el modo en que se nos manifestó, la certeza y paz que infundió en el alma y renovar la entrega y la certeza (las tentaciones dirán que es todo mentira, que lo soñamos, que nos hemos engañado, por eso es imprescindible recordar la certeza que nos regaló el Señor). Este ejercicio interior renueva y alienta toda esperanza, deseando una entrega más fiel al Señor y a aquella consagración a la que nos llamó. No se trata de retener sentimientos provocados por el recuerdo, sino renovar el amor y la entrega por el recuerdo de aquello que el Señor nos manifestó y poner el corazón en actitud de vigilancia para poder oír siempre la voz del Señor, su manifestación a nuestra alma, su paso salvador.
“Recuerda y no olvides que provocaste al Señor tu Dios en el desierto. Desde el día en que saliste de Egipto hasta que llegaste a este lugar, has sido infiel al Señor” (Dt 9,7).
Ex memoria gratitudo.
Gratitud mayor cuanto que si grandes han sido nuestros pecados, mayor, siempre más excelente y acogedora la Misericordia de Dios. ¡Cuántas veces lo hemos experimentado en nuestra vida! Nuestros pecados estaban ahí, eran patentes e incluso “tengo siempre presente mi pecado”, pero fuimos rociados con la Sangre de Cristo, “el Cordero sin defecto ni mancha” y “quedamos limpios; quedamos más blancos que la nieve” (cf. Sal 50).
El recuerdo de nuestros pecados es bueno al alma porque nos trae humildad al ver lo que somos y lo que hemos hecho; permite ir adquiriendo una capacitación de nuestra sensibilidad para aborrecer casi instintivamente todo pecado, aumenta nuestra confianza en la Misericordia de Dios pues cuando hemos vuelto a Él arrepentidos y humillados, Él nos acogió y perdonó. Todo lo ya confesado y absuelto por el Sacramento, Dios lo ha perdonado para siempre. La memoria queda así purificada por el perdón y la Gracia, por el reconocimiento de la Misericordia del Padre.
La purificación definitiva de la memoria se realiza por el reconocimiento y aceptación de nuestros pecados y errores, la súplica arrepentida, la absolución gratuita, sacramental. Fue el camino que Juan Pablo II propuso a toda la Iglesia para el Jubileo del año 2000. “Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy” (Tertio Millennio adveniente, 33). La bula de convocación al Gran Jubileo señalaba el valor e importancia de esta purificación de la memoria para toda la Iglesia, fácilmente trasladable a un proceso personal:
Con vistas a realizar esta purificación de la memoria y recuerdo de los pecados, es imprescindible recogerse, hacer silencio interior, mirar adentro y ponerse a recordar. En el libro de Ejercicios, Ignacio, maestro de espíritu, apunta:
Se le pide a la memoria un esfuerzo en recordar, pero sugiere S. Ignacio unas reglas mnemotécnicas para facilitar el trabajo interior. Con este recuerdo de los pecados se alcanzarán los tres beneficios señalados por S. Juan de la Cruz: para tener siempre ocasión de humildad, para tener siempre materia de agradecimiento y “para que le sirva de más confiar para más recibir” (Cántico 33,1).
Cualquiera que sea la incertidumbre del alma e incluso el grosor de los propios pecados, al final sólo cabe un acto de confianza y abandono en Dios. “Aunque nuestra conciencia nos condene, Dios está por encima de la conciencia, y lo sabe todo” (1Jn 3,20).
Es sanador este reconocimiento y aceptación humilde de nuestros pecados porque integra nuestra miseria en lo que somos, bañándola en la Misericordia del Señor, infinita, eterna. El pasado, la propia historia de pecado, se deposita en la Misericordia de Dios y queda uno en paz; y hecho este ejercicio de autoreconciliación, ya no tiene espacio ni modo el Maligno de tentar contra esperanza, como suele hacerlo. Porque la tentación es constante, tomando como punto de partida los pecados del pasado: “Dios no te ha perdonado”, “tus pecados son muchos y graves, no puedes llegar a la santidad”, “con todos los pecados que has cometido, Dios no puede amarte”, etc.; otras veces la tentación se disfraza de presunción, es decir, damos por hecho que Dios siempre nos perdona y de manera muy fácil –la confesión sacramental-, luego el pecado no es tan grave, podemos caer porque Dios nos va a perdonar. Esta presunción es ya el mismo pecado y no deja lugar a la esperanza verdadera ni al arrepentimiento.
En cuanto a lo primero, Dios lava nuestros pecados en la Sangre del Cordero y desaparecen, “no lleves cuentas del mal”, pues su perdón es verdadero, y además “si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón” (Sal 129). “¡Y tú perdonaste mi culpa y mi delito!” (Sal 31). En cuanto a la presunción, se corrige con la contrición y la confianza, ya que el perdón de Dios es un don, es gratuito e inmerecido.
La purificación de la memoria es ejercicio necesario: libera, permite caminar, vencerse, y todo lo deposita en la Misericordia del Padre. Hay que vivir este nivel de reconciliación en lo interior de nuestra memoria.
“El primer punto es traer a la memoria los beneficios recibidos de creación, redención y dones particulares, ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y cuánto me ha dado de lo que tiene” (EE, n. 234).
Esto desemboca en la entrega confiada y libre de la persona, también de la memoria como facultad del alma y de la propia historia –con sus aciertos y errores, sus fortalezas y debilidades, su generosidad y su pecado-, diciendo así:
“Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno”.
El mismo proceso es bueno realizarlo con los distintos momentos y llamadas del Señor para vivir la propia vocación (matrimonial, viudez consagrada, contemplativa, sacerdotal); recordar la fuerza de su llamada, el modo en que se nos manifestó, la certeza y paz que infundió en el alma y renovar la entrega y la certeza (las tentaciones dirán que es todo mentira, que lo soñamos, que nos hemos engañado, por eso es imprescindible recordar la certeza que nos regaló el Señor). Este ejercicio interior renueva y alienta toda esperanza, deseando una entrega más fiel al Señor y a aquella consagración a la que nos llamó. No se trata de retener sentimientos provocados por el recuerdo, sino renovar el amor y la entrega por el recuerdo de aquello que el Señor nos manifestó y poner el corazón en actitud de vigilancia para poder oír siempre la voz del Señor, su manifestación a nuestra alma, su paso salvador.
“Recuerda y no olvides que provocaste al Señor tu Dios en el desierto. Desde el día en que saliste de Egipto hasta que llegaste a este lugar, has sido infiel al Señor” (Dt 9,7).
Ex memoria gratitudo.
Gratitud mayor cuanto que si grandes han sido nuestros pecados, mayor, siempre más excelente y acogedora la Misericordia de Dios. ¡Cuántas veces lo hemos experimentado en nuestra vida! Nuestros pecados estaban ahí, eran patentes e incluso “tengo siempre presente mi pecado”, pero fuimos rociados con la Sangre de Cristo, “el Cordero sin defecto ni mancha” y “quedamos limpios; quedamos más blancos que la nieve” (cf. Sal 50).
El recuerdo de nuestros pecados es bueno al alma porque nos trae humildad al ver lo que somos y lo que hemos hecho; permite ir adquiriendo una capacitación de nuestra sensibilidad para aborrecer casi instintivamente todo pecado, aumenta nuestra confianza en la Misericordia de Dios pues cuando hemos vuelto a Él arrepentidos y humillados, Él nos acogió y perdonó. Todo lo ya confesado y absuelto por el Sacramento, Dios lo ha perdonado para siempre. La memoria queda así purificada por el perdón y la Gracia, por el reconocimiento de la Misericordia del Padre.
La purificación definitiva de la memoria se realiza por el reconocimiento y aceptación de nuestros pecados y errores, la súplica arrepentida, la absolución gratuita, sacramental. Fue el camino que Juan Pablo II propuso a toda la Iglesia para el Jubileo del año 2000. “Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy” (Tertio Millennio adveniente, 33). La bula de convocación al Gran Jubileo señalaba el valor e importancia de esta purificación de la memoria para toda la Iglesia, fácilmente trasladable a un proceso personal:
“El signo de la purificación de la memoria, que pide a todos un acto de valentía y humildad para reconocer las faltas cometidas por quienes han llevado y llevan el nombre de cristianos... El examen de conciencia es uno de los momentos más determinantes de la existencia personal. En efecto, en él todo hombre se pone ante la verdad de su propia vida, descubriendo así la distancia que separa sus acciones del ideal que se ha propuesto... Pido que en este año de misericordia la Iglesia, persuadida de la santidad que recibe de su Señor, se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos” (IM 11).
Con vistas a realizar esta purificación de la memoria y recuerdo de los pecados, es imprescindible recogerse, hacer silencio interior, mirar adentro y ponerse a recordar. En el libro de Ejercicios, Ignacio, maestro de espíritu, apunta:
“El primer punto es el proceso de los pecados; a saber, traer a la memoria todos los pecados de la vida, mirando de año en año, o de tiempo en tiempo; para lo cual aprovechan tres cosas: la primera, mirar el lugar y la casa adonde he habitado; la segunda, la conversación que he tenido con otros; la tercera, el oficio en que he vivido” (EE, 56).
Se le pide a la memoria un esfuerzo en recordar, pero sugiere S. Ignacio unas reglas mnemotécnicas para facilitar el trabajo interior. Con este recuerdo de los pecados se alcanzarán los tres beneficios señalados por S. Juan de la Cruz: para tener siempre ocasión de humildad, para tener siempre materia de agradecimiento y “para que le sirva de más confiar para más recibir” (Cántico 33,1).
Cualquiera que sea la incertidumbre del alma e incluso el grosor de los propios pecados, al final sólo cabe un acto de confianza y abandono en Dios. “Aunque nuestra conciencia nos condene, Dios está por encima de la conciencia, y lo sabe todo” (1Jn 3,20).
Es sanador este reconocimiento y aceptación humilde de nuestros pecados porque integra nuestra miseria en lo que somos, bañándola en la Misericordia del Señor, infinita, eterna. El pasado, la propia historia de pecado, se deposita en la Misericordia de Dios y queda uno en paz; y hecho este ejercicio de autoreconciliación, ya no tiene espacio ni modo el Maligno de tentar contra esperanza, como suele hacerlo. Porque la tentación es constante, tomando como punto de partida los pecados del pasado: “Dios no te ha perdonado”, “tus pecados son muchos y graves, no puedes llegar a la santidad”, “con todos los pecados que has cometido, Dios no puede amarte”, etc.; otras veces la tentación se disfraza de presunción, es decir, damos por hecho que Dios siempre nos perdona y de manera muy fácil –la confesión sacramental-, luego el pecado no es tan grave, podemos caer porque Dios nos va a perdonar. Esta presunción es ya el mismo pecado y no deja lugar a la esperanza verdadera ni al arrepentimiento.
En cuanto a lo primero, Dios lava nuestros pecados en la Sangre del Cordero y desaparecen, “no lleves cuentas del mal”, pues su perdón es verdadero, y además “si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón” (Sal 129). “¡Y tú perdonaste mi culpa y mi delito!” (Sal 31). En cuanto a la presunción, se corrige con la contrición y la confianza, ya que el perdón de Dios es un don, es gratuito e inmerecido.
La purificación de la memoria es ejercicio necesario: libera, permite caminar, vencerse, y todo lo deposita en la Misericordia del Padre. Hay que vivir este nivel de reconciliación en lo interior de nuestra memoria.
Preciosísimo post, don Javier, del que se podrían comentar tantas cosas.
ResponderEliminarAnte la tentación del desánimo o incluso desesperación, yo diría que los pecados realmente "gruesos" son los que nos permiten hacer la experiencia personal de la misericordia de Dios. (Aunque, ésta sea inmensa para todos pues, a unos los perdona y a otros les impide caer, pero, en el primer caso la palpamos con mayor evidencia)
Ante la presunción, me suena eso del "temor de Dios", aunque no sé muy bien en qué se traduce en la práctica (Quizá en otro post :-)).
Respecto a los dones recibidos, es el de la redención el que más me llena de agradecimiento y me gusta eso de la Misa: "...es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar por Cristo nuestro Señor"
Es sanador este reconocimiento y aceptación humilde de nuestros pecados porque integra nuestra miseria en lo que somos, bañándola en la Misericordia del Señor, infinita, eterna.
ResponderEliminarEsta Misericordia nos recrea, este Amor nos abraza con ternura y borra nuestras culpas.
El Aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley. Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!
Así pues, hermanos míos amados, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo no es vano en el Señor. 1 Cor 15, 56-5
Hola D.Javier: Comprendo mejor que en verdad es muy necesaria esa purificación. Le agradezco mucho la claridad al hablar de tentaciones para poder combatirlas, sólo así doy pasos firmes en mi formación, porque el combate arrecia. Meditaré:"Dios lava nuestros pecados en la Sangre del Cordero y desaparecen" en lo referente a la purificación realizada en la Cruz; liberar, caminar, vencerse y entrar en la Misericordia.
ResponderEliminarMil gracias ayuda mucho solopuedo decir que un Dios fiel y misericordioso y que nos ama tal cual somos lo que pasa es que a veces no lo creemos un saludo en Cristo jesús una vez más gracias
ResponderEliminarTomad, Señor y recibid
ResponderEliminartoda mi libertad;
mi memoria, mi entendimiento
y mi voluntad;
todo mi haber y mi poseer.
Vos me lo disteis a Vos,
Señor, lo torno,
todo es vuestro
disponed de ello conforme
a vuestra Voluntad.
Dadme vuestro Amor y Gracia
que eso me basta.
Es la oración que rezo cada día.
Magnífico texto.
Precisamente hoy, he contestado con unas palabras similares a estas suyas: "solo cabe un acto de confianza y abandono en Dios", y le agregaba, que siempre en la presencia del Señor.
Podría editar un libro. Se lo compraría.
Mil gracias. Que el Señor le bendiga.
Llevamos unos días que no tenemos al Santísimo.
ResponderEliminar¿Sabe lo qué puede ocurrir?
Capuchino de Silos:
ResponderEliminarLo de publicar un libro, no crea: llegará el momento. En mi cabecita no faltan los proyectos, sólo hay que aguardar a que sea posible realizarlos.
En cuanto al Santísimo on-line: ¡¡No sé qué pasa!! me alegro que me lo comente porque al principio pensé que sería mi conexión o cosa por el estilo. Ojalá vuelva a verse pronto.