Comentaba san Juan Crisóstomo: “La providencia de Dios dispuso que fuera depositado en una tumba nueva donde nadie había sido enterrado aún, a fin de que no se pensara que la resurrección lo había sido de alguna otra persona que yaciera allí con él, y para que los discípulos pudieran ir fácilmente y así convertirse en testigos oculares de lo que aconteciera, ya que el lugar era accesible. Y a fin de que no sólo ellos fueran testigos del enterramiento, sino también los enemigos de Cristo. Pues la colocación de los sellos de la tumba y el hecho de apostar soldados como guardas atestiguaban el enterramiento. Cristo se esforzó para que esto fuera reconocido no menos claramente que la resurrección. Los discípulos, por tanto, se esmeraron mucho en el enterramiento para probar que realmente había muerto” (In Ioan., hom. 85,4).
La solidaridad de Cristo nos redime. Esta solidaridad de su amor para con los pecadores sobrepasa todo lo que podamos imaginar o pensar. En Él está el dolor de los pecadores. Cristo ha bajado a lo más profundo de la tierra cuando bajó a los infiernos, para buscar las almas de los escogidos. Dios transformó este abismo en camino.
Es real su descenso a la región de tinieblas y muerte y así se introducen el amor, la luz y la vida donde nada había. “El que acaba de morir es distinto de todos los demás muertos. Murió puramente de amor; murió de amor humano-divino; más aún, su muerte fue el acto supremo de ese amor, y el amor es lo más vital que existe. Y así su verdadera condición de muerto –y esto significa la pérdida de cualquier contacto con Dios y con los demás hombres...- es también un acto de su amor más vital. Allí, en la extrema soledad, ese amor se predica a los muertos, más aún: se comunica a los muertos” (Von Balthasar, Meditaciones sobre el Credo apostólico).
El amor de Cristo penetra en la angustia, la oscuridad y el sinsentido. Entonces la esperanza es posible, porque asumiéndolo todo, todo lo redime. Más aún: resulta sorprendente meditar cómo la angustia del mundo, experimentada por cada hombre, queda asumida y redimida por la angustia de Jesús, el abandono y el silencio del Padre, hasta el extremo, hasta la muerte, hasta la soledad del reino de las tinieblas. Así cualquier hombre –nosotros, tú, yo- es comprendido por Cristo y Cristo conoce tu angustia y dolor porque antes Él los ha padecido para transformarlos: las tinieblas serán iluminadas por la luz de la Pascua, y la esperanza vencerá todo abatimiento, desconsuelo y noche oscura. Y es que nada de lo humano le es ajeno a Cristo. La esperanza es posible porque Cristo la ha conquistado para el hombre. En la encíclica Spe Salvi, Benedicto XVI ofrecía una contemplación del descenso a los infiernos de Cristo: “Cristo ha descendido al “infierno” y así está cerca de quien ha sido arrojado allí, transformando por medio de él las tinieblas en luz. El sufrimiento y los tormentos son terribles y casi insoportables. Sin embargo, ha surgido la estrella de la esperanza, el ancla del corazón llega hasta el trono de Dios. No se desata el mal en el hombre, sino que vence la luz: el sufrimiento –sin dejar de ser sufrimiento- se convierte a pesar de todo en canto de alabanza” (n. 37).
Nace la esperanza; nace para ti, siempre hay esperanza ya que Cristo baja a los infiernos de tus problemas, de tu soledad, de tu angustia; baja a las tinieblas de tu oscuridad interior, de tu desolación. Te comprende, te ama y te conforta... porque ya se empieza a vislumbrar la luz pascual. Sé fuerte, ten ánimo: nace la esperanza para ti.
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