viernes, 12 de marzo de 2010

Viacrucis: Jesús despojado de sus vestiduras (X)

10ª Estación: Jesús es despojado de sus vestiduras

Ya no le queda nada y la humillación va alcanzando cotas impensables. Es despojado de sus vestiduras; está desnudo como Adán, pero mientras que éste se acercó al árbol del conocimiento del bien y del mal con soberbia para ser igual a Dios, Cristo desnudo se acerca al árbol de la cruz con humildad para unir al hombre con Dios.


Nada tiene. Es absolutamente libre y se entrega a Dios. Nada le retiene, nada se lo impide. ¿Qué cubre la desnudez de Jesús? El amor de Dios. No existen ataduras para Jesús. Es libre, absoluta y soberanamente libre: “nadie me quita la vida sino que yo la entrego libremente” (Jn 10,17).


La libertad de espíritu es condición para servir a Dios, ya que nadie puede servir a dos señores. “Mirad –dice san Agustín- el amor del hombre; es como la mano del alma: si coge una cosa, no puede asirse a otra. El que ama el siglo no puede amar a Dios; tiene la mano ocupada. Le dice Dios: “Ten lo que te doy”; mas no quiere dejar lo que tenía, y no puede recibir lo que se le ofrece” (Serm. Guelf. 20,2). Libres nos quiere el Señor, libres porque pagó un alto precio por nuestra libertad: su pasión y muerte. Pero el hombre, antes que la desnuda libertad prefiere la túnica de los apegos y afectos desordenados. No domina su corazón, y un corazón inmaduro y débil busca refugios seguros pagando con la libertad.

Y aquí se comienza el capítulo doloroso y difícil de los apegos, o en lenguaje ignaciano, de los afectos desordenados, que nublan la inteligencia para decidir y disminuyen la fuerza de la voluntad. Ya sólo se vive pendiente y volcado en estos afectos desordenados. Parece como si uno no pudiera vivir sin esos afectos, como si se hundiera el mundo y todo se volviera asfixiante.


El afecto desordenado se apega a cualquier cosa, objeto, o persona; se apega al dinero, al prestigio, a un determinado puesto, cargo o responsabilidad; o bien, se apega a una persona a la que consideramos única, maravillosa, a la que idealizamos y de la que dependemos casi con un enamoramiento sólo afectivo y que suple las carencias de amor del matrimonio o de la situación que vivo, evadiéndome de mi realidad, buscando esa compañía, su palabra, su sonrisa, su ánimo. Engañamos a la propia conciencia diciendo que no hay nada malo o buscamos excusas y pretextos argumentando falsamente para justificarnos ante los demás (“es amistad”, “es apostolado”, “es por cuestiones de trabajo”, etc.). Esto no es sano, se oculta, se disimula ante los demás, porque en el fondo sabe que no actúa correctamente.


Sólo despojándose de las vestiduras se es libre; sólo desenmascarando esos apegos y cortándolos, se es libre para en todo amar y servir a Dios. Sólo cuando, de veras, el amor de Dios es el centro del mundo afectivo, se es libre y se ama a cada persona y realidad en su justa medida, teniendo un orden en el amor y no un desorden interno. Y aquí la enseñanza de san Agustín se vuelve luminosa y liberadora: “Vive justa y santamente aquel que sabe dar el justo valor a cada cosa. Tendrá un amor ordenado el que no ame lo que no se debe amar, ni deje de amar lo que se debe amar, ni ame más lo que se debe amar menos, ni ame igualmente lo que se debe amar más o menos, ni ame menos o más lo que se debe amar con igualdad” (De Doct. Christ., 1,25).

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