11ª Estación: Jesús es clavado en la cruz
La lección suprema y difícil sobre la fidelidad la aprendemos en grado supremo en la escuela de la cruz. Allí el Maestro nos imparte una lección, no con palabras, sino con el ejemplo de su vida. Con el ruido ensordecedor del martillo clavando, se vienen a la memoria las palabras de la Escritura, ¡tantas!, que hablan de la fidelidad; recuerdan que Dios es Fiel, no se vuelve atrás ni se retracta de su alianza ni de su promesa de salvación: “así sabrás que el Señor tu Dios es Dios: el Dios fiel que mantiene su alianza y su favor con los que lo aman y guardan sus preceptos” (Dt 7,9). El Nuevo Testamento reclama esa misma fidelidad a los discípulos de Cristo: “mantengamos firme la confesión de la esperanza pues fiel es el autor de la promesa” (Hb 10,23). Sabemos siempre que “si lo negamos, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (2Tm 2,13). Y consuela oír a san Pablo decirnos: “Él os mantendrá firmes hasta el final... Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. ¡Y él es fiel!” (1Co 1,8-9). Pero... no olvidemos que mientras, como sonido de fondo, están clavando al Redentor en la Cruz. ¿Acaso no bastaría mirar esto para conocer que Él es fiel?
La virtud de la fidelidad hoy no está en alza. Como conlleva abnegación y sacrificio, la fidelidad apenas se encuentra y fácilmente se rompen compromisos, se falta a la palabra dada, se abandonan tareas o apostolados, se cambia de opinión y de criterios según las modas o intereses. El hombre se vuelve cambiante, casi sin principios, acomodaticio. Y aquí se juegan las tres fidelidades básicas: ser fiel a Dios, a los demás y a uno mismo. Permanecer, inasequible al desaliento, como Cristo clavado en la cruz.
La virtud de la fidelidad es el mantener el compromiso libremente aceptado y el empeño en terminar cualquier misión en la que uno se ha comprometido. La fidelidad es, como dice santo Tomás de Aquino, “cumplir exactamente lo prometido” (II-IIae, q. 80, a.1), confirmando de este modo las palabras con los hechos, y esto será posible en personas maduras, equilibradas, que nutren su fidelidad en la fidelidad de Dios y alimentan esa fidelidad en la entrega del Señor en la santa Misa.
La fidelidad requiere fortaleza y perseverancia. La fortaleza nos permite asumir riesgos que sean necesarios sin acobardarse ni claudicar y nos permite resistir pacientemente las dificultades o peligros o tentaciones que se presentan tantas veces. Quien es fuerte puede ser fiel, y no desistir ante la primera adversidad.
Pero junto a la fortaleza, la perseverancia, la cual es el esfuerzo de proseguir el compromiso o la tarea sin abandonarla o dejarla inacabada, sino llegar hasta el final, culminándola. La fidelidad a veces no se mantiene por la rutina o por el cansancio. Comenzamos pronto -sin calcular nuestras posibilidades y viviendo de ilusiones- muchas tareas, voluntariados, incluso apostolados (en catequesis, en Cáritas...) pero cuando pasado un tiempo veo que la realidad se impone y que me pide sacrificio, comienzo a faltar, voy poco a poco abandonando, presento torpes excusas; no soy fiel porque vivía en una mentira: mi propio egoísmo que nada conoce de compromiso, entrega y fidelidad.
Sin embargo, Cristo está siendo clavado en la cruz y jamás se desdice de su palabra ni rehuye de su compromiso, ni desiste por cansancio. Cristo está siendo clavado en la cruz: esa es su última lección sobre la fidelidad. Escucha los golpes secos mientras lo clavan en la cruz.
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