La fe va emparentada con la fidelidad, y vienen de la misma raíz: en latín fides-fidelitas. La Iglesia es el ámbito de la fe, vive de la fe, anuncia la fe, confirma la fe... y por tanto, la vida misma de la Iglesia es de una radical fidelidad a Cristo, a la misión que el Señor le encomendó y al hombre al que debe servir.
Pero la Iglesia dejaría de ser fiel si en lugar de esa triple fidelidad, si en vez de vivir de la fe, tomara acríticamente lo que le viene del mundo como una sugerencia fatal: adaptarse al mundo, admitir lo que el mundo ofrece y modernizarse en el sentido de asumir los planteamientos e ideologías imperantes en cada época.
Sólo la fe, por tanto y hablando siempre de la fe sobrenatural, la fe que se adhiere a lo revelado y dispuesto por el Señor puede ser la guía eficaz y perenne de la Iglesia. La fidelidad de la Iglesia se muestra en la custodia y transmisión de lo recibido, de lo revelado, y entonces sí será fiel a sí misma. El mundo nunca se puede constituir como la medida y el criterio ni de la verdad ni de la vida y misión de la Iglesia.
No cambiemos la fe por un pensamiento cultural moderno. No cambiemos la fe por la ideología. No cambiemos la fe por los principios seculares que buscan "modernizar" la Iglesia vaciándola de sí misma para llenarse de elementos extraños a ella.
Sólo si permanece fiel a sí misma podrá la Iglesia salir al encuentro del mundo moderno (o postmoderno), no para confudirse con él y mundanizarse, sino para sanearlo, purificarlo, elevarlo.
"Uno de los resultados del Concilio, tal vez el más difundido y, en ciertos aspectos, el más importante, es la persuasión de que la Iglesia debe acercarse al mundo en que vive y vivimos todos. El Concilio, con su y célebre Constitución pastoral "Gaudium et Spes" sobre las relaciones que median y hay que restablecer entre la Iglesia y el mundo contemporáneo, ha dado a la Iglesia una grande y difícil consigna: restablecer el puente entre ella y el hombre moderno y este empeño supone y exige, como todos saben, muchas cosas. Supone, entre tanto, que el puente ahora no existe o que es poco comunicativo o totalmente caduco y, si lo pensamos bien, esta situación de hecho es un drama histórico, social y espiritual de proporciones tremendas. Esto quiere decir que la Iglesia, estando así las cosas, ya nos abe presentar a Cristo al mundo en modo y medida suficientes y quiere decir que el mundo no aprecia ya a la Iglesia como debería, no ve suficientemente a Cristo en ella, ya no tiene en ella la confianza que merece; hay, en suma, una distancia y a veces una hostilidad que hace de la Iglesia una extraña, trasnochada, enemiga de la sociedad y del espíritu de los tiempos nuevos. ¿Cómo recobrar la confianza del hombre -se pregunta la Iglesia-, cómo persuadirlo que es madre para él, su amiga y necesaria?
Dos palabras resumen la psicología de la Iglesia ante este problema: salvación y servicio. La Iglesia tratará de acercarse al hombre ofreciéndole la salvación, de la que es depositaria, y el servicio, que el hombre necesita y en cierto sentido sólo la Iglesia puede prestarle.
Lo inmutable
Ir al mundo, ésta es, pues, la misión que la Iglesia, después del Concilio, se propone con nueva lúcida misión y nuevo espíritu de caridad y sacrificio. Pero esta misión suscita una serie de problemas internos para la Iglesia, a los que no podrá dejarse de dar una respuesta si se quiere que la Iglesia no se olvide a sí misma y frustre al punto la renovada misión que se propone y esto es tanto más oportuno si pensamos que la Iglesia somos nosotros, cada uno de nosotros, cuando queremos hacer nuestro el programa que el Concilio propone, precisamente a cada uno de nosotros. Hagamos una rápida alusión y sólo a título de ejemplo.
¿Podemos acercarnos al mundo cuando el carácter, no sólo moral sino sacramental que nos define cristianos, nos distingue del mundo, incluso nos obliga a ciertas renuncias radicales que parecen separarnos de modo irreductible del mundo? Las promesas bautismales significan algo ¡y qué algo! Tratan de inmunizarnos contra un espíritu mundano, es decir, contra una concepción incompleta y errónea de la vida, y por ello el estilo de nuestro pensamiento y de nuestra conducta debe claramente distinguirse del de la vida profana, cuando no está iluminada por los principios superiores que el Evangelio ofrece a sus seguidores. ¿Cómo podrá el fiel confraternizar con la gente del mundo si el compromiso con Cristo le posee y le gobierna tanto?
Y más todavía, aunque vivan juntos, el cristiano y el hombre del mundo, ¿no caminan en sentido inverso? Uno busca el reino de Dios, el otro el reino de la tierra. ¿No son incompatibles estas dos posturas, estas dos direcciones?
La puesta al día
Y podríamos añadir también otro modo de pensar y más grave: un acercamiento de la Iglesia al mundo contemporáneo, ¿no exige de la Iglesia una mutación profunda de todo su ser, de toda su doctrina, de toda su ley moral y canónica? Se ha hablado de "puesta al día"; ¿se permite, pues, el abandono de la tradición, de los dogmas, de la disciplina filosófica, de las estructuras eclesiásticas? ¿Se puede crear a placer una nueva concepción de la constitución de la Iglesia y someter su doctrina a una nueva interpretación y sacar de ella una "teología moderna" que tenga en cuenta especialmente la mentalidad corriente y su repugnancia en admitir verdades superiores a su espontáneo entendimiento, así como la enseñanza definida autorizadamente por la Iglesia, incluso, a veces, la misma palabra de la Escritura? ¿No es más fácil, para ir al mundo, aceptar su modo de pensar, o debemos, al menos, ofrecerle un modo original y nada comprometedor de concebir las cosas de la religión?
Y podríamos añadir también otro modo de pensar y obrar que parece, aunque no exactamente, conformarse de lleno con la indicación conciliar, a saber: concebir la misión de la Iglesia dirigida, primera y principalmente, al servicio del hombre más que al culto de Dios y al apostolado religioso. Tal vez sepáis que esta concepción de la misión de la Iglesia y del sacerdocio en particular ha interesado, e incluso perturbado, discusiones en el campo católico.
La Iglesia, fiel a sí misma
Convendrá tener presente esta múltiple problemática para resolver en el sentido justo querido por el Concilio y sólo idóneo para ese acercamiento de la Iglesia al mundo contemporáneo, sólo del cual la Iglesia puede confirmar su función salvífica y del cual sólo el mundo podrá sacar luz, fuerza, renovación, elevación y salvación. Haremos nuestras las palabras de un libro reciente: "La Iglesia cumplirá su misión con tanta mayor fidelidad y eficacia cuanto más profunda y auténticamente sea ella misma" (Dumont). Y las dirigiremos a cada católico: procura ser tú mismo, es decir, un verdadero y bueno católico y sabrás ser sal y luz en el mundo como Jesús nos ha dicho".
(Pablo VI, Audiencia general, 13-julio-1967).
¡¡¡Excelente!!! Falta cuadrito... Si no se lo digo todos los días es por no "tentarle" ... (un poquito de "malicia" risueña).
ResponderEliminarHoy como ayer es difícil que el mundo acepte a Cristo y a la Iglesia fiel porque los hombres no se dan cuenta que han cambiado el ídolo de barro o la serpiente emplumada por otro ídolo más resistente: ellos mismos y el bienestar (el nuevo baal). Perdido el Paraíso se han mudado a un árbol y se creen felices.
Cuando se apela a la modernidad por unos y otros, no puedo evitar la risa porque todas las propuestas en este sentido, con independencia de su denominación, son tan viejas como el mismo hombre y no han producido buenos frutos; basta estudiar un poco de historia y filosofía.
Esto no nos desalienta pero sí nos baña de realismo y nos lleva a tener siempre presente que, si no somos fieles a lo que somos, estaremos utilizando a Cristo, el mayor pecado, la mayor traición, mucho más grave que negarle. A largo plazo, no tengo ninguna duda: Dios dará su fruto a nuestros esfuerzos.
Cristo llevó la Buena Noticia al mundo en su época histórica, no se la reservó para Él y sus discípulos pero tampoco la cambió para dar gusto a sus oyentes ¿También vosotros queréis marcharos? (Jn 6,67).
Ven, Señor, no tardes y atrae hacia Ti toda la realidad.
¡Ay, amiga mía! No me tienta si cada día pone "excelente" como valoración del artículo.
EliminarBonita descripción: el hombre caído se ha mudado de árbol y se cree feliz. Construye un "paraíso" terrenal que es antihumano, que se vuelve contra el propio hombre, porque ahora Dios es el expulsado de ese paraíso artificial.
Sin embargo, yo sí diría que la modernidad y la postmodernidad tiene sus matices propios y sus pecados propios, pero no entraré abiertamente en debate porque no soy un especialista en filosofía.
A esta época, a este hombre concreto, hemos de ofrecerle lo mejor que tenemos: ¡al mismo Jesucristo!
Mi saludo respetuoso, señora mía (jeje)
¡Qué bien! Dios le ha curado como a mí de la tontuna del halago. Yo lo considero un gran regalo porque eso de tener que ser maravillosa a todas horas para que los demás se sientan bien es "muy muy cansado" y, además, imposible; bien pensado, rodeada de hermanito y primitos varones desde mi tierna infancia, quizá me curó porque "supo": -o curo preventivamente a "la maravilla de la niña" o se me pierde sin remedio-, así que no le quedó más remedio que regalarmelo y evitarme el trabajo, ja,ja.
EliminarPadre, yo tiendo a pensar que la comunicación es difícil, sea que lo que sea lo que se quiera comunicar. Me da por pensar que en una sociedad donde cada palabra significa para cada uno una cosa diferente la comunicación es misión imposible, como en una nueva Babel. Por ejemplo, si se llama AMOR a cualquier cosa, como comunicar que DIOS es AMOR. Y también me da por pensar, que en estos tiempos concretos que vivimos tal vez sea urgente, junto a todo lo que se hace por evangelizar, predicar con el ejemplo. Cuando se ve el ejemplo, ya no queda ninguna duda de que es el AMOR.
ResponderEliminarMuchas gracias, Padre por todo. DIOS le bendiga.