El capítulo II de la Constitución Lumen Gentium se titula "El Pueblo de Dios". Presenta así a la Iglesia como el Pueblo de Dios y ésta ha sido una categoría teológica acertada, pero, posteriormente, su uso no ha correspondido a la doctrina de la Lumen Gentium, sino que su contenido ha sufrido un proceso de cambio hasta tal punto que afirmar hoy, simple y llanamente, "el pueblo de Dios", puede ser entendido por la inmensa mayoría de una manera errónea, parcial, sesgada.
¿Qué significa que la Iglesia sea el Pueblo de Dios?
La Iglesia es Pueblo de Dios porque en Cristo se ha establecido una Nueva Alianza y un Nuevo Pueblo con el Sacrificio de la Cruz. El Pacto ya es definitivo, la Ley es nueva. Lo que Israel significaba, la Iglesia lo cumple y realiza. Israel era la prefiguración, la Iglesia es la realización. Hay una continuidad y a la vez una superación.
Israel era una nación, con una sola fe, y se sabía propiedad exclusiva del Señor, pertenecía al Señor y el Señor marcaba su vida. La Iglesia, que es de Dios, y es Dios quien la lleva, es un nuevo Pueblo que ha recibido unas promesas eternas e irrevocables pero que no se limita ni a una raza ni a una nación ni a una lengua, sino un Pueblo que abarca a los hombres de todos los pueblos y de todos los tiempos, que no se constituye por sí mismo, ni se da a sí mismo sus normas ni su vida, sino que es "DE" Dios. Así la Iglesia ahora es una nación santa, un reino de sacerdotes, reyes y profetas.
Quiso, sin embargo, Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció una alianza, y a quien instruyo gradualmente manifestándole a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia, y santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y figura de la nueva alianza, perfecta que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne (LG 9).
La Iglesia, Pueblo de Dios, es "de" Dios y no de los hombres por su libre decisión. Y siendo de Dios tiene una misión, la de integrar en su seno a todos los hombres que reconozcan a Cristo como Señor y Redentor, siendo germen y fermento de esta humanidad:
Aquel pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no contenga a todos los hombres, y muchas veces aparezca como una pequeña grey es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano. Constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por El como instrumento de la redención universal (LG 9).
Dios mismo, pues, ha creado a la Iglesia, la dirige y la vivifica, constituyendo a la Iglesia como un gran signo, un sacramento de salvación para los hombres, un sacramento de la Unidad. Caminando entre peligros y persecuciones, pero con los consuelos de Dios, la Iglesia vive de la gracia de Jesucristo:
La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación, y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera, para todos y cada uno. Rebosando todos los límites de tiempos y de lugares, entra en la historia humana con la obligación de extenderse a todas las naciones. Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por al fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió, que en la debilidad de la carne no pierde su fidelidad absoluta, sino que persevera siendo digna esposa de su Señor, y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso (LG 9).
Este es el sentido positivo, real, de la afirmación de la Iglesia como Pueblo de Dios. Y sólo en este sentido, con profunda raigambre bíblica, lo podemos emplear.
Pero desgraciadamente el uso de "pueblo de Dios" se vio pronto mezclado con una lectura que no era bíblica, sino meramente sociológica, secularizada, que pervirtió esta categoría hasta el punto de hacerla desagradable para su uso.
Se afirmaba que la Iglesia es Pueblo de Dios para, negando su orden interno jerárquico, afirmar una radical y absoluta igualdad que debía plasmarse en una democracia interna de la Iglesia: así, por mayoría, se decidiría el dogma, la moral, la liturgia, la legítima y plena autonomía de cada comunidad, la elección de sus legítimos pastores (obispos y sacerdotes), etc.
Olvidaban quienes propugnaban este modo de interpretar, que "De Dios" significaba algo más que un adorno, designaba su orientación, su origen y su fin, y que la Verdad nunca se decide por mayorías cualificadas en las urnas parroquiales o diocesanas, sino que la Verdad se reconoce como algo dado. Olvidaban que la constitución de la Iglesia es algo dado por Dios, y no un Estatuto o una Constitución redactada por un común consenso.
Dada la difusión que esta forma de pensar ha tenido, es preferible al hablar de la "Iglesia Pueblo de Dios" hacerlo explicando el fondo que tiene, o, mejor, hablar de la "Iglesia pueblo cristiano" para evitar malas interpretaciones.
La comunidad cristiana primitiva cuando se abre a los gentiles no pierde la conciencia de ser el pueblo de Dios, heredero de las promesa que Dios hizo a Abraham, quien, fiado de Dios, obedeció (“sal de tu tierra…”). Pablo enfatiza una y otra vez: ¡Fuimos redimidos para ser pueblo especial del Señor! Porque en Cristo se cumplen todas las promesas hechas a Abraham y a sus descendientes, los que creen en Él y cumplen la voluntad del Padre como Él la cumplió entran a formar parte del pueblo de la Alianza, del pueblo de Dios.
ResponderEliminarCuando afirmamos que somos el pueblo de Dios reconocemos que tenemos dueño, y aquellos que tienen dueño cumplen su voluntad, están a su servicio; el dueño tiene derechos y los que han admitido tener dueño y lo aman, obligaciones (términos que no son políticamente correctos). A mí, con nula tendencia grupal, creo (y me gusta) en esta pertenencia, pero coincido con vd en cuanto al peligro de las malas interpretaciones que ha sufrido esta realidad espiritual al impregnarse de “conceptos mundanos”.
¡Qué Dios les bendiga!