Vencer el mal con la fuerza del bien; transformar el mal con el germen victorioso del bien, eso es lo cristiano. La enfermedad es un mal, fruto de una naturaleza mortal, finita, debilitada, pero se puede transformar la enfermedad mediante la fuerza del bien, iluminarla por el bien.
La Cruz de Cristo lo ilumina todo, de manera decisiva, definitiva, y también la enfermedad recibe una luz nueva por la santa Cruz y la Pascua del Señor. Suele ser la enfermedad -o, en general, momentos de sufrimiento intenso- cuando se comprueba la verdad y hondura de la fe en el modo de afrontarla, de vivirla, sin resentimiento ni amargura ni rebelión. Pero, para ello, hemos de ser catequizados mucho antes.
A veces, tal vez muchas veces, acostumbrados a un activismo desbordante, la enfermedad es vivida como una frustración, un paro forzoso, y no se sabe bien qué hacer con ella; otras, personas de gran apostolado, lo viven como una mutilación de sus tareas apostólicas ante tanto como queda por hacer; un tercero, con poca perspectiva sobrenatural, se preguntará el porqué de vivir "ese castigo", acostumbrado a una religiosidad del temor y del cumplimiento.
Toda enfermedad -y por extensión, todo sufrimiento- debe ser mirado y vivido en su "valor redentor":
"¿Qué dice el mensaje de Cristo de modo peculiar respecto del sufrimiento y de la enfermedad? Jesús con su palabra divina, y por eso absoluta y decisiva, y también con el ejemplo de su pasión y muerte en Cruz, proclama que el sufrimiento nunca es inútil: misteriosa, pero realmente entra en el designio providencial de la creación y de la Redención de la humanidad, como purificación del pecado que afecta a la nturaleza humana; como enseñanza sobre los valores trascendentes y eternos; como anhelo de la verdadera y auténtica vida feliz en Dios y con Dios" (Juan Pablo II, Hom. en el hospital "Villa Albani", Anzio, 3-septiembre-1983).
Además, la enfermedad jamás es aislamiento, sino que, de un modo nuevo, diferente, nos introduce en la eclesialidad y en la Comunión con los hermanos:
"Nadie vive y sufre solo para sí mismo, sino que la vida y el sufrimiento de cada uno pertenecen a la vida y a la experiencia de toda la comunidad social y, de una manera completamente particular, como vocación específica, a la vida de la comunidad eclesial" (Juan Pablo II, Hom. en la visita al hospital romano "San Camilo", 3-julio-1983).
Sabiendo cómo el misterio de la Cruz del Señor se prolonga, o se hace presente, o nos incluye, en nuestros propios sufrimientos y enfermedades, queda siempre, movidos por el amor, aceptar y ofrecer:
"La enfermedad, para que sabe aceptarla con fe y soportarla con amor, une místicamente a Cristo, "Varón de dolores", y se convierte en instrumento precioso de redención para los hermanos. ¡Qué ilimitado horizonte se abre ante los ojos de quien, en la fe y en el amor, sabe comprender, aceptar, ofrecer! ¡Qué papel de decisiva importancia en la historia de la humanidad se atribuye a quien sufre!" (Juan Pablo II, Hom. para los enfermos y Unción de enfermos, 5-junio-1983).
El sacramento de la Unción de enfermos permite a quien sufre por la enfermedad vivir estas realidades sobrenaturales por la gracia del Espíritu Santo:
"La Iglesia ofrece gracia y fuerza por medio del sacramento de la Unción de los enfermos. Siguiendo el ritual descrito por Santiago, el sacerdote que administra este sacramento reza por la persona enferma "después de haberla ungido con óleo, en el nombre del Señor" (Sant 5,14). De este modo, el Señor, en su misericordia y en su amor, ayuda a la persona enferma con la gracia del Espíritu Santo; la libera del pecado, la salva y la eleva. Este sacramento de la iglesia es una experiencia que conforta, eleva y santifica al enfermo; es un encuentro personal con Cristo, el redentor y curador de la humanidad" (Juan Pablo II, Hom. en el encuentro con los enfermos, Port Moresby (Papúa Nueva Guinea), 8-mayo-1984).
La enfermedad, misterio y don en palabras del Papa Juan Pablo II, vivida en nuestra dimensión horizontal y vertical. La enfermedad nos enfrenta a la debilidad de nuestro ser físico y, por tanto, al sentido de nuestra vida concreta, lejos de la vaciedad y la inmediatez y también del designio incomprensible e irracional de un aciago destino porque Dios se hizo hombre, hombre que en su dimensión horizontal experimentó el pánico y la repulsa ante la idea de tener que morir crucificado. No quiere este cáliz, pide que pase sin beberlo ante un Padre que le ama. El cristiano ha sido dotado de un profundo realismo que acepta el dolor (y el dolor siempre duele), lo vive confiado en las manos de Aquel que es más grande, que le ama, le acompaña también en esa situación y la trasforma haciendola fecunda.
ResponderEliminar¡Qué Dios les bendiga!
Creo podemos ofrecer el sufrimiento que produce una enfermedad ya sea nuestra o de un ser querido con el cual se sufre.Recuerdo en alguna oportunidad haber ofrecido un malestar que me aquejaba, pero al pasar los días y semanas ese ofrecimiento se fue transformando en rebeldía,tal vez comenzaba mis primeros pasos en la conversión, pero me revelaba ante el dolor.Confío en haber adelantado un paso por lo menos desde aquel entonces. En la actualidad hago consiente el dolor y lo entrego a Dios. Abrazos para todos.
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