Santo Domingo de Guzmán es el hombre que fue conducido por la Gracia a un encuentro tan serio con Cristo que lo fue transformando en un hombre apasionado por la Verdad. El corazón de Domingo, conquistado por Cristo, se entregó a Él, por completo, sin fisuras. Estamos a caballo entre el siglo XII y el siglo XIII. Se entregó a Cristo en una vida de estudio de la teología y luego como Canónigo (una comunidad de clérigos en torno a su Obispo con una Regla para vivir) en Osma. Su personalidad es atrayente, se le ve poseído por la Gracia y por un gran amor a Cristo. Presidirá la comunidad. Será Vicario general del Obispo. Acompañando a éste a una misión diplomática encomendada por el rey descubrirá un panorama que espoleará su corazón: la herejía albigense, en la zona de Tolosa. Jugando con el maniqueísmo –dos principios coexistentes, el bien y el mal-, rechazan la divinidad de Cristo, casi todos los sacramentos, y dividen la Iglesia en buenos y malos, siendo ellos los puros y perfectos, y con distintos grados dentro de la secta.
Domingo reacciona: ¡hay que proclamar a Cristo, hay que anunciar el Evangelio, hay que llevarlos a la Verdad! Se instituye la Predicación que cuajará en la Orden de Predicadores (¡los dominicos!). Pero, para entender esta reacción misionera, hay que conocer lo que la Gracia labró en el alma de Domingo.
Domingo, un alma sencilla, era un gran contemplativo. Vivía con la mirada fija en Dios. Oraba sin cesar de diferentes maneras; un grabado nos legó los “modos de orar de Santo Domingo”, nueve diferentes formas y posturas físicas. Era un contemplativo, por lo que sentía esa Presencia de Cristo que lo abrazaba y lo envolvía y él respondía con la dulzura de su alma. De él se decía que “O hablaba con Dios o hablaba de Dios”. Meditaba constantemente el Evangelio, se recogía en intimidad con Jesucristo en sus largas caminatas... Sin esta contemplación asidua, no se entiende el espíritu de Domingo. Tampoco se entendería la vida de ningún cristiano, llamado a ser contemplativo en el mundo. La oración no era un añadido, era su ambiente vital.
“Contemplata aliis tradere”: Contemplar y transmitir a otros lo contemplado. Fue la fórmula que acuñó Santo Tomás de Aquino para definir el estilo dominico. La contemplación incluye la oración, la lectura, el estudio y su asimilación: es tratar íntimamente a Cristo y conocerlo. Se contempla la Verdad, se ora ante Cristo Verdad, y luego se comunica lo orado, se predica, se anuncia, se enseña.
“Contemplata aliis tradere”: es todo un método para la teología –y para la formación cristiana de cualquiera-. Se estudia orando ante la Presencia que ilumina y da inteligencia; se ora lo estudiado en los libros, pasando por la criba del corazón lo que la inteligencia ha vislumbrado y la memoria ha retenido. ¡Cuántos problemas evita este método! La teología se vuelve orante, “arrodillada”, sapiencial (sin perder su rigor epistemológico), pero evita ser academicista, o una pura elucubración de la propia fantasía, o un malabarismo lleno de secularización.
La Orden de Predicadores recibe su estilo de Domingo: Oración, estudio y predicación; un estilo adaptable y válido para todo católico, irrenunciable en los tiempos de secularización que vivimos.
Domingo ofrece todo esto a la Iglesia. Un hombre lleno de pasión por Cristo, de pasión por la Verdad, que alcanzó a ser transformado en un espejo de vida evangélica, hasta tal punto que fue hecho “varón evangélico”: ¡todo en Él rezumaba Evangelio! ¡Qué grande es su figura, cuán hermoso su legado!
Domingo reacciona: ¡hay que proclamar a Cristo, hay que anunciar el Evangelio, hay que llevarlos a la Verdad! Se instituye la Predicación que cuajará en la Orden de Predicadores (¡los dominicos!). Pero, para entender esta reacción misionera, hay que conocer lo que la Gracia labró en el alma de Domingo.
Domingo, un alma sencilla, era un gran contemplativo. Vivía con la mirada fija en Dios. Oraba sin cesar de diferentes maneras; un grabado nos legó los “modos de orar de Santo Domingo”, nueve diferentes formas y posturas físicas. Era un contemplativo, por lo que sentía esa Presencia de Cristo que lo abrazaba y lo envolvía y él respondía con la dulzura de su alma. De él se decía que “O hablaba con Dios o hablaba de Dios”. Meditaba constantemente el Evangelio, se recogía en intimidad con Jesucristo en sus largas caminatas... Sin esta contemplación asidua, no se entiende el espíritu de Domingo. Tampoco se entendería la vida de ningún cristiano, llamado a ser contemplativo en el mundo. La oración no era un añadido, era su ambiente vital.
“Contemplata aliis tradere”: Contemplar y transmitir a otros lo contemplado. Fue la fórmula que acuñó Santo Tomás de Aquino para definir el estilo dominico. La contemplación incluye la oración, la lectura, el estudio y su asimilación: es tratar íntimamente a Cristo y conocerlo. Se contempla la Verdad, se ora ante Cristo Verdad, y luego se comunica lo orado, se predica, se anuncia, se enseña.
“Contemplata aliis tradere”: es todo un método para la teología –y para la formación cristiana de cualquiera-. Se estudia orando ante la Presencia que ilumina y da inteligencia; se ora lo estudiado en los libros, pasando por la criba del corazón lo que la inteligencia ha vislumbrado y la memoria ha retenido. ¡Cuántos problemas evita este método! La teología se vuelve orante, “arrodillada”, sapiencial (sin perder su rigor epistemológico), pero evita ser academicista, o una pura elucubración de la propia fantasía, o un malabarismo lleno de secularización.
La Orden de Predicadores recibe su estilo de Domingo: Oración, estudio y predicación; un estilo adaptable y válido para todo católico, irrenunciable en los tiempos de secularización que vivimos.
Domingo ofrece todo esto a la Iglesia. Un hombre lleno de pasión por Cristo, de pasión por la Verdad, que alcanzó a ser transformado en un espejo de vida evangélica, hasta tal punto que fue hecho “varón evangélico”: ¡todo en Él rezumaba Evangelio! ¡Qué grande es su figura, cuán hermoso su legado!
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