La Iglesia siempre ha procurado educar a sus hijos para celebrar dignamente los sagrados misterios, o como reza una antigua oración antes del Oficio, celebrarlos “digna, devota y atentamente”.
La participación en la liturgia, antes que un “hacer cosas” (moniciones, ofrendas “simbólicas”, otras lindezas creativas) es la inserción en el Misterio, donde el corazón vive y palpita de amor por Jesucristo. La Iglesia, Maestra incomparable, se dirige a sus hijos y les enseña a vivir de un modo espiritual, interior, sincero, amoroso, la liturgia.
Una Oratio admonitionis de nuestro venerable Rito Hispano-mozárabe nos puede ilustrar y si la asimilamos, también hoy puede marcarnos. Dice el sacerdote antes de los dípticos:
“Éste es, amados hermanos,
el momento de dirigir nuestras plegarias a Dios,
conocedor de todos los secretos.
Y lo primero que hemos de pedirle
es que encienda en nosotros el fervor que necesitamos
para rogarle ardientemente y presentarle en nuestra oración
la ofrenda de una auténtica piedad.
No creamos que baste una oración correcta
en la que externamente nos lucimos con un discurso elegante y vano.
Con el don de la sinceridad a nuestra actitud religiosa,
Él otorgue bondad y verdad a nuestras palabras.
Que el afán de aparecer dignos de reverencia ante los hombres
no nos induzca a recitar lo que no pensamos;
que el sonido de nuestros labios,
ajenos a la voz del corazón,
no se asemeje a un fragor de platillos,
al tañido de una monótona campana.
Que el amor que Dios nos infunde invada nuestra conciencia,
se sirva como órgano, de nuestra lengua,
guíe nuestra mente en la oración,
de modo que nuestra voluntad no se desvíe
y así pueda presentarse ante Dios nuestra alabanza
tal como deseamos que la entiendan los hombres”.
Se destacan algunas ideas, introducción mistagógica al hecho litúrgico:
-es necesario el fervor, un alma encendida en el fuego del amor de Dios;
-una auténtica piedad, que conlleva el recogimiento y no la distracción, muy consciente de ante Quién estamos;
-es bueno un discurso elegante (las oraciones litúrgicas) pero acompañadas por la coherencia de vida con lo que pedimos y siendo conscientes –no distraidos- de lo que se pronuncia y a lo cual, nos unimos;
-la liturgia es experiencia del amor de Dios; sin este amor, haremos ruido, pronunciaremos palabras, entonaremos cantos... pero será un metal que resuena o platillos que aturden.
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